Anne Marie
El colegio olía a muchas cosas a primera hora de la mañana. Olía a tostadas, a sueño, a prisa. A batidos, a algunos gofres, y a tortitas. Pero sobre todo aquello, como flotando sobre una atmósfera dulce, lo que me había despertado aquella mañana era el olor del café. No un café con mucha leche, que era lo que solían tomar los alumnos más adultos, sino el café solo, bien cargado, que se servía él, y sólo él.
Introduje mis pies en las zapatillas de felpa que me esperaban al borde de la cama, y eché un vistazo a mi reflejo en el espejo. El reflejo me devolvió la imagen de la misma cara pálida de siempre. No quise mirarme más, y salí a desayunar.
No me gustaba el bullicio del comedor, pero aquel olor a café provocaba en mí una atracción que iba más allá de lo natural. Me aproximé hacia la puerta y eché un vistazo; se había hecho tarde y sólo quedaban un par de rezagados. Y él. Estaba sentado en una esquina, solo, concentrado en el sabor del café y la taza que tenía cogida con una mano. Hice un rápido sondeo sobre las mentes de la sala, pero nadie se había percatado de mi presencia.
No era extraño que estuviese solo. Al fin y al cabo, los profesores desayunaban y comían en salas aparte, pero él siempre venía al comedor de los alumnos, y esto les incomodaba. Quizá venía porque no se sentía un profesor propiamente dicho, pero se me pasó por la cabeza que lo hacía para que yo no desayunara sola, con la única compañía de mi rostro pálido mirándome desde el espejo. Sabía que ese olor a café, que sólo él tomaba, era lo suficientemente fuerte para atraerme allí. Me sonrojé. No quería que pensara que tenía tanto interés por verle. Porque, al fin y al cabo, mi interés era tan sólo clínico. Quizá fuera él el que tenía interés por verme. Interés clínico.
Me sonrió cuando tomé asiento frente a él, y viendo que llevaba las manos vacías, me tendió su taza. Aún estaba por la mitad. El café me provocaba taquicardias -¿qué no lo hacía?- pero alargué la mano y la cogí. Me llevé el café a los labios pero no bebí, me conformé con notar aquel líquido caliente rozando mis labios, sus dedos rozando los míos al devolverle la taza.
Estuvimos charlando largo y tendido, y cuando se hizo la hora de marcharse, me percaté de que no había bebido ni una sola vez más. En realidad, nunca le había visto beber de aquel café. Quizá lo preparaba porque sabía que vendría, atraída por el olor. Quizá, en realidad, no le gustara el café. Quizá…
Antes de salir, cogió la taza rápidamente y la vació de un trago. Hizo una mueca.
-Está frío.
Después, me dirigió una de sus anchas sonrisas. Que le den al café, y lo que quiera que signifique.