Soledad

Yumi

Inspiró hondo. Cerró los ojos. Expiró. Sintió las duras tiras de lino de la empuñadura bajo sus dedos. Inspiró lentamente y expiró de nuevo. Antes de que pudiera abrir los ojos, sintió el aire moverse a su alrededor. Interpuso rápidamente el tensen frente a ella antes de que la katana de Asagi le asestara un corte mortal. El golpe arrancó un crujido de su maltrecho abanico, antes de que ella desviara la hoja y respondiera con una estocada.

Su maestra la detuvo con igual rapidez, y ambas se separaron. Entrenaban en el bosque, y parecía que la fauna había detenido su actividad para observarlas. El silencio parecía total, sólo roto por la respiración entrecortada de la samuraiko, que notaba el sonido de su corazón acelerado, zumbando en sus oídos. Una gota de sudor le recorrió el cuello y se perdió en las vendas que le sujetaban el pecho, ya empapadas. Inspiró de nuevo. Cerró los ojos. La nada. Nunca había sido buena en el arte del duelo, pero le gustaba el sonido del entrechocar de las espadas, le gustaba esquivar el acero. Le apasionaba unificar el sigilo del espionaje con la elegancia del  combate con katana. Sola, con la única compañía de su espíritu, enfrentada con lo que, al final, se convertía en una mera hoja afilada en lucha contra ella. No había rival, no había otra nada. Sólo ella, el acero, su respiración. El pálpito de su corazón en su pecho.

Abrió los ojos. Asagi sonreía, mientras se recogía un mechón canoso de cabello suelto tras la oreja. Había abandonado la pose de batalla.
-Al fin lo has entendido.
Yumi se mantuvo en silencio.
-Cuando un samurái empuña una katana, no lucha contra un enemigo, sino contra sí mismo.
-Hai –respondió simplemente, ya que no sabía muy bien qué decir.
-Estás lista para tu gempukku, Yumi.
-…Hai –repitió.

De pronto, el bosque se volvió a llenar de sonidos, pero todos fueron amortiguados por el corazón palpitante de la joven, en una estruendosa alegría.