Abrir los ojos fue quizás una de las cosas que más me había
costado hacer en mi vida, como si tuviera los músculos de los párpados agarrotados en la posición "cerrar a cal y canto". Atravesé el portal de un salto, cubriéndome con los brazos como si fuera a atravesar una pared, una que nunca llegó. En su lugar, experimenté la desagradable sensación de caer y caer, como en una pesadilla, como si me encontrara en una enorme y vertiginosa montaña rusa que no acababa nunca. No sólo no me atreví a abrir los ojos, sino que los mantuve fuertemente cerrados. Temía que al abrirlos viera el enorme abismo de la tierra bajo mis pies acercándose a mí a toda prisa. Temía volverme loca si veía lo que se estaba desarrollando a mi alrededor. Después, tuve la sensación de atravesar un campo de millones de agujas que se clavaban en mi cuerpo, y luego sentí un golpe seco que me dejó sin aliento. Había dejado de caer, por fin.
Al principio no podía oír nada a mi alrededor. Estaba
tumbada boca abajo sobre una superficie lisa y fría, pero tremendamente áspera, como el asfalto, y sólo
había silencio. Poco a poco, aquel silencio comenzó a dar paso a una serie de
sonidos cotidianos, como el murmullo de la multitud hablando, o las ruedas de
un coche recorriendo el asfalto. El corazón me bombeaba con fuerza entre las
costillas. Una brisa fría se me coló por una de las mangas, poniéndome el vello
de punta. Vale, a la de tres abro los ojos. Una, dos, y…
El vértigo me hizo cerrar los ojos de nuevo. Lancé un
chillido al aire, y me aferré con todas mis fuerzas a la superficie sobre la
que había caído. Estaba sobre el tejado de un rascacielos, y la visión del
suelo a lo que parecían quilómetros de distancia me subió el corazón de un salto a la altura de los colmillos. Bien
sujeta, volví a abrir los ojos. Chillé de nuevo, pero me obligué a misma a
mirar a mi alrededor. Había caído sobre la cornisa de un tejado. Durante unos minutos que me parecieron horas me sentí completamente incapaz de moverme, sentía que iba a vomitar. Dios mío, la caída al vacío era tremenda, y cada vez que una ráfaga de viento agitaba mi ropa y mi cabello me sentía desfallecer, temerosa de que alguna con un poco más de fuerza me arrojara directamente a la calle. Finalmente decidí hacer de tripas corazón, y con
absolutamente todos los músculos del cuerpo en tensión, me arrastré poco a
poco. No fue hasta que estuve a muchos, muchos metros de distancia del borde, hasta que todo mi cuerpo estuvo completamente a salvo, que no comencé a dejar de temblar. Después,
gateé, sin atreverme aún a ponerme en pie, hasta la puerta de la azotea.
Se trataba de una pequeña caseta con una puerta metálica que
se abría a unas oscuras escaleras. Afortunadamente se encontraba abierta, y
cruzarla hasta llegar al interior fue como sentirme arropada de nuevo por la
seguridad del hogar. Entonces y sólo entonces pude ponerme en pie y apoyarme
contra la pared, recuperando el aliento y la movilidad de mi cuerpo. Si había
algo que me asustaba casi más que un supervillano, eso eran las alturas.
Después, comencé a bajar las escaleras lentamente.
Cuando mi corazón volvió a latir a un ritmo normal, mi mente por fin pudo recuperar la racionalidad, sin terribles pensamientos de caer al vacío, y por fin pude plantearme cuestiones lógicas como ¿dónde diantre estaba? Era de noche, pero las luces que había vislumbrado
momentáneamente me habían hecho pensar inmediatamente en Nueva York, pero no
podía saberlo a ciencia cierta, pues nunca había estado allí. ¿Había aterrizado
sobre el tejado de un rascacielos en Nueva York? Pero… ¿qué Nueva York? De
pronto, comencé a bajar las escaleras más deprisa. ¿Estaba en el Nueva York de
Marvel? ¿Estaría Spiderman ahora mismo sobrevolando los tejados de Manhattan?
Corrí escaleras abajo hasta perder el aliento. No me atreví a salir a ningún
rellano, ni siquiera para coger el ascensor. Si los malos habían entrado por un
portal de por allí, quién sabe si no quedaría alguno en las inmediaciones.
Corrí escaleras abajo lo que me pareció una eternidad, hasta
que finalmente llegué a una especie de hall enorme con una fuente en el medio.
No me detuve cuando el conserje me llamó la atención, simplemente empujé la
puerta acristalada desde la que veía la calle y salí al frío aire nocturno de
la gran ciudad.
Miré por encima del hombro, esperando que alguien me
persiguiera desde dentro del edificio, pero no pasó nada. Sin embargo, no me
detuve y continué caminando.
Los sonidos eran tan reales, la gente, los coches, los vendedores ambulantes y los carteles de luces de neón. Abriéndome paso entre la gente trajeada que recorría las calles, simplemente continué el impulso de alejarme lo máximo posible de aquel edificio que, por lo que sabía, podría estar lleno de supervillanos. No dejaba de mirar a mi alrededor, las caras de la gente, los taxis que recorrían las grandes avenidas, las largas colas frente a locales de moda, cuyos nombres me eran totalmente desconocidos. Todo indicaba que, efectivamente, me encontraba en la Gran Manzana, y un tirón de emoción en la tripa me dejó las piernas temblorosas. Me sentía como una niña rebelde que se escapa de casa por primera vez y coge un autobús a cualquier parte. Me sentía terriblemente perdida, y terriblemente abrumada. Perdida en estas cavilaciones no me di cuenta de que, poco a poco, aquellos pubs de moda y los yuppies trajeados poco a poco iban desapareciendo de las calles. Los grandes rascacielos y los elegantes edificios de principios de siglo estaban siendo sustituidos por edificios cuyo estado de conservación era francamente lamentable. Los grafitis y las papeleras rotas abundaban más a los pasteles enfriándose en las repisas de las ventanas y a los árboles decorando las aceras. La gente se esfumó completamente de las calles, y los pocos coches que pasaban por la calzada no se detenían ni cuando un semáforo en rojo se interponía frente a ellos.
Los sonidos eran tan reales, la gente, los coches, los vendedores ambulantes y los carteles de luces de neón. Abriéndome paso entre la gente trajeada que recorría las calles, simplemente continué el impulso de alejarme lo máximo posible de aquel edificio que, por lo que sabía, podría estar lleno de supervillanos. No dejaba de mirar a mi alrededor, las caras de la gente, los taxis que recorrían las grandes avenidas, las largas colas frente a locales de moda, cuyos nombres me eran totalmente desconocidos. Todo indicaba que, efectivamente, me encontraba en la Gran Manzana, y un tirón de emoción en la tripa me dejó las piernas temblorosas. Me sentía como una niña rebelde que se escapa de casa por primera vez y coge un autobús a cualquier parte. Me sentía terriblemente perdida, y terriblemente abrumada. Perdida en estas cavilaciones no me di cuenta de que, poco a poco, aquellos pubs de moda y los yuppies trajeados poco a poco iban desapareciendo de las calles. Los grandes rascacielos y los elegantes edificios de principios de siglo estaban siendo sustituidos por edificios cuyo estado de conservación era francamente lamentable. Los grafitis y las papeleras rotas abundaban más a los pasteles enfriándose en las repisas de las ventanas y a los árboles decorando las aceras. La gente se esfumó completamente de las calles, y los pocos coches que pasaban por la calzada no se detenían ni cuando un semáforo en rojo se interponía frente a ellos.
No fue hasta que vi un cartel medio descolgado en un poste
que no me di cuenta de lo realmente jodida que estaba. Cocina del Infierno. Típico de mí, caminar sin rumbo por la gran ciudad y en lugar de aparecer en... yo qué sé, los Hamptons, aparezco en el barrio más peligroso de todos. Hay gente que nace con una estrella y gente que hace estrellada, y luego estoy yo, que muere aplastada por la caída de una estrella. Al menos me sentía así. Miré a mi alrededor, a los agujeros de bala de los muros de las casas, a la
enorme cantidad de grafitis, a un coche desguazado al final de la calle, a los
cristales rotos de una licorería asaltada. La Cocina del Infierno. Traté de pensar con lógica. Era un barrio real, simplemente podría estar en la Nueva York de mi propio mundo. Como si existieran más mundos -traté de convencerme a mí misma, con una sonrisa incómoda que me hacía sentir vergüenza de mí misma.
O no.
Un papel de periódico voló arrastrado por el viento hasta
chocar contra una de mis botas. Fastidiada, agité el pie para dejarlo volar
libre, pero una foto en portada me hizo correr unos metros tras él hasta
alcanzarlo. Lo pisé para impedir que una ráfaga de viento lo empujara más allá,
y cuando lo tuve atrapado me incliné para cogerlo y observar la foto que me había
encendido las alarmas. Era Tony Stark. En portada.
“El multimillonario Tony Stark ha sido detenido de nuevo por
conducir ebrio”
La mano con la que sujetaba el papel comenzó a temblarme.
Estaba allí. Estaba allí de verdad. En el puto universo Marvel. Miré a mi
alrededor, aún con el papel en la mano. Estaba en la Cocina del Infierno. Joder
si en el Nueva York real era un barrio peligroso, ¿cómo sería en el universo
Marvel? Me guardé el periódico en el bolsillo y continué caminando. No parecía
que hubiese nadie por la calle a esas horas, y llevaba tanto tiempo recorriendo
la misma avenida que muy posiblemente saliera por el otro lado del barrio, sólo
tenía que continuar recto, como en un laberinto.
Con un poco de suerte, no tardaría más de quince minutos en
salir de la Cocina del Infierno, indemne. Me tranquilicé al recordar que todos
los malos estaban en mi propio mundo, y allí no quedaría nadie poderoso que
pudiera hacerme daño. Al contrario, ¡estaba en el puto mundo de los Vengadores!
Casi di un brinco de la excitación, pero me contuve. Tenía que concentrarme en
mi misión: encontrar ayuda. ¿A quién? Mierda, en los cómics no sale la
dirección exacta de la Mansión de los Vengadores, ni de la Torre Stark. Eso sin
hablar del hilo temporal, ¿y si había llegado en plena Civil War? O peor, ¿y si
todos los héroes habían sido reemplazados por skrulls?
Tan inmersa estaba en mis pensamientos que no me di cuenta
del grupo sospechoso que avanzaba desde el final de la calle hasta que los tuve
delante. Era un grupo de cinco hombres, cuya edad iba desde la adolescencia
hasta la mediana edad. Tres de ellos eran afroamericanos, y los otros dos iban
de tatuajes hasta el cuello, literalmente. Hablaban entre ellos animadamente,
pero en cuanto cruzamos nuestras miradas, se quedaron en silencio. Era cierto
que los supervillanos habían pasado a mi universo, pero no había contado con
que los matones de barrio aún estaban allí, manejados por un Kingpin que no se
decidía a cruzar hacia lo desconocido. Era demasiado tarde para cambiar
disimuladamente de acera, así que agaché la cabeza y continué caminando,
tratando de aparentar seguridad e indiferencia.
Los hombres se detuvieron, pero se apartaron para dejarme
pasar. Me metí las manos en los bolsillos para ocultar que me temblaban.
-¿Quieres que te llevemos, bonita? –Preguntó uno de los
tatuados, demasiado cerca de mi cara.
-No –espeté con un tono de voz demasiado brusco.
Los demás prorrumpieron en carcajadas. No me detuve ni un
instante, pero los demás continuaron caminando detrás de mí. Cojonudo.
-¿Y qué haces tan solita por un barrio tan malo? ¿Te has
perdido?
-¿Habéis visto qué camiseta lleva? –Uno de los afroamericanos,
que llevaba los pantalones tan anchos y caídos que de un momento a otro acabarían a la
altura de sus tobillos, avanzó hasta ponerse frente a mí, obligándome a
detenerme.
-¿Qué pasa? –Preguntó otro.
-Es Punisher, tío.
-¿Quién?
Contuve el aliento. Por desgracia o por fortuna, Punisher nunca había sido un héroe demasiado conocido. Sin embargo, uno de ellos al menos sí le conocía, así que tenía que perderlos de vista antes de que me consideraran una amenaza.
Contuve el aliento. Por desgracia o por fortuna, Punisher nunca había sido un héroe demasiado conocido. Sin embargo, uno de ellos al menos sí le conocía, así que tenía que perderlos de vista antes de que me consideraran una amenaza.
-Déjame pasar –murmuré, tratando de sortearle. El tipo alargó
los brazos hacia los lados, cortándome el paso.
-¿Eres la nueva Punisher? ¿Es eso? –Preguntó, ni me digné a
mirarle.
Joder, había salido de la sartén para acabar en las brasas.