Quién teme al lobo feroz

¿Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo? ¿Quién teme al lobo feroz? 

Chas, chas, chas. El sonido de las tijeras aportaba la base de percusión de aquella canción, que no dejaba de dar vueltas por la mente del hombre que las manejaba. Chas, chas. Le encantaba la sensación gomosa de la carne atrapada entre los filos de las tijeras, pellizcada hasta que se abría como una flor bajo un sol primaveral. Quién teme al Lobo Feroz… 

El séptimo, este era el séptimo. Siete niños cuyo cabello dorado y moldeado en apretados rizos les hacían parecer ovejitas. Encerrados en la parte trasera de su sótano, apretados unos contra otros con los ojos abiertos de par en par por el terror, con sus ojitos brillantes, mirándole sin comprender. Con sus vocecitas agudas y ateridas por el frío balaban a un ritmo extremadamente relajante. Algunos hombres atormentados expresaban por la televisión que los remordimientos por los asesinatos que habían cometido durante la guerra no les dejaban dormir. Él meditaba sobre la posibilidad de hacer un CD con el sonido de los últimos estertores de sus cabritillos para ponérselo todas las noches. Para contar ovejitas antes de dormir. Una, dos, tres… así hasta siete. Se carcajeó. 

Chas, chas. Ahora cortaba la ropa para llegar a la carne. Una carne blanca y tersa. Algún lunar minúsculo manchaba una zona específica, pero chas, chas, chas, no había defecto que un buen tijeretazo no arreglara. 

 La frente del hombre se encontraba perlada en sudor, cuyas gotas descendían por su rostro en una alocada carrera por alcanzar el cuello de su camisa. Una vez allí, se fundían con otras gotas, gotas de sangre o de otros fluidos, en un cóctel corporal que, si existiera, le encantaría pedir en su bar habitual. 
El hombre rio entre dientes, imaginándose a sí mismo con la facha de Humphrey Bogart en Casablanca, con sombrero y gabardina, pidiendo un coctel de fluidos de niño. Agitado, no revuelto. Se rio entre dientes, imaginando la expresión del camarero al abrir el frigorífico y sacar algún órgano diminuto, quizá un páncreas, y verter la bilis en la coctelera. 

 Quién teme al lobo feroz, al lobo… 

Todos en aquel pueblo temían al Lobo Feroz. Así le había llamado la prensa tras la tercera desaparición. Fue la prensa quien le dio la idea de hacer desaparecer siete niños. Siete cabritillos indefensos que se habían quedado solos en casa, y cuya madre debía hacer pasar la patita por debajo de la puerta. Una garra monstruosa pintada de blanco. 

 Eran niños estúpidos. Habían vendido su vida por una cantidad irrisoria de caramelos rancios. Le habían seguido a su furgoneta, al final de la calle. Cogidos de su mano, sintiendo, con cada paso, que algo no iba bien. Es fascinante cómo funciona la mente del ser humano. Aquellos niños estúpidos no tenían ni idea de lo que les iba a hacer el desconocido. No sabían qué estaba pasando, pero algo dentro de ellos se activaba, y de pronto sentían que algo no iba bien. El hombre siempre se concentraba, atento, esperando ese instante, y podía sentirlo, ese micro segundo, por la presión que ejercía la mano del niño en la suya. De pronto se tensaba, como si le recorriera una corriente eléctrica, y el niño comenzaba a mirar hacia atrás, para buscar a sus padres. 
Se le borraba la sonrisa de la cara, sus rizos se movían al ritmo de su respiración, cada vez más agitada. Ahora la sonrisa de aquel hombre que le había ofrecido caramelos ya no les parecía confidente, sino aterradora. Y aquel hombre de sonrisa aterradora los subía a la parte trasera de la furgoneta, cargándolos como si fueran mercancía barata, y los encerraba, escuchando con placer sus balidos asustados tras las puertas metálicas. 

Y él silbaba aquella cancioncita que se le había contagiado sin remedio después de leer todos los titulares sobre el Lobo Feroz. Recordaba aquella película infantil. Se recordaba a sí mismo frente a la televisión, de niño, cinco o seis años como mucho, sentado en la colorida alfombra de su casa. Su padre le había sorprendido con aquella película. La había alquilado sólo para él, le susurró al oído con labios húmedos. Su madre no estaba en casa, y cuando ella no estaba, papá se ponía muy cariñoso. Él era un niño pequeño, sentado en la alfombra con la vista puesta sobre la pantalla, mientras papá se sentaba a su espalda, con las gafas empañadas por la emoción. Él trataba de concentrarse en las imágenes que desarrollaban frente a sus ojos. Intentando con todas sus fuerzas olvidar las manos de su padre sobre sus hombros, acariciándole. Y más abajo. No sabía lo que estaba pasando, pero una alarma roja, como aquellas que anunciaban en las centrales nucleares de las películas, se había activado en su mente. Los ojos se le empañaban de lágrimas, emborronándole la visión, así que se concentraba en la música. Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo… 

 Y ahora, ya de mayor, mientras trabajaba, no podía dejar de recordar esa canción. De joven le había llenado de ira, de asco, de vergüenza; pero ahora, por algún motivo, le causaba nostalgia. 

 El séptimo y último niño. Despiezado a sus pies como un rompecabezas barato. Le encantaba la palabra rompecabezas, era tan agresiva y evocadora, tan terrorífica si se interpretaba literalmente. Y era el nombre de un juego infantil. ¿Y se habían atrevido a llamarle loco a él? El mundo estaba loco.
 El séptimo y último niño. Se guardaría uno de sus mechones de cabello dorados en su álbum de recuerdos, y después tiraría los restos por el bosque. Le gustaría enterrarlos, pero era invierno, y joder si era difícil cavar una zanja en el suelo helado. Las películas hacían que pareciera fácil, sólo una persona y una pala. Pero no, los arqueólogos utilizaban un martillo pilón para quebrar las primeras capas de suelo antes de poder acceder con el pico y la pala. Y él no disponía del tiempo y de la escasa sutilidad del martillo pilón. Tendría, pues, que echar los restos para que las alimañas se encargaran de esparcirlos y ocultar los desechos. 

De todos modos, era meticuloso, nunca dejaba ninguna prueba. Nada de carne bajo las uñas de los bastardos, que arañaban como gatos panza arriba cuando se sentían acorralados. Hijos de puta. Nada de piel bajo las uñas, nada de ADN en sus diminutos cuerpecitos. Nada de sangre en su casa, ni cabellos reveladores –excepto, claro está, los del álbum- ni siquiera un móvil que le vinculara con los niños. Sonrió para sí, mientras metía los pedazos del puzle humano dentro de una bolsa. Sólo era un pobre comerciante, alguien amable y discreto, que hablaba con sus vecinos y recortaba pulcramente el césped de su jardín. Ningún olor extraño salía de su casa, ni efectuaba ninguna salida a deshora. Era tan jodidamente perfecto. Tan, tan formal. Nadie podría dudar nunca de él. 

 El hombre comenzó a imaginar el momento en el que, dentro de muchos, muchos años, descubrieran sus álbumes de recortes, hilaran sus viajes a través del país y conectaran todos los crímenes con él, ya anciano y demente en un hospital, o incluso muerto. Todos los que fueron sus vecinos, impresionados y desconcertados, dirían “era un hombre muy normal. Siempre saludaba”. 

Metió una bolsa de tela dentro de otra bolsa igual, y ésta dentro de otra, encarnando una matrioska esperpéntica cuya última figurita era una sorpresa de carne y vísceras. Sabía que las bolsas de plástico eran mucho más cómodas, pues impedían que el contenido goteara por el suelo, y cubriera el maletero de su coche de una pasta maloliente de secreciones corporales. Pero iba a tirar esas bolsas en el bosque, ¿sabes cuánto tarda en descomponerse una bolsa de plástico? No, él era un tradicional, y le gustaba meter a sus cabritillos en sacos de tela. Al fin y al cabo, si desparramara un montón de bolsas de basura por el bosque, ¿qué clase de monstruo sería? ¿Qué clase de mundo les estamos dejando a las próximas generaciones si ni siquiera podemos tirar nuestros desechos con responsabilidad? ¿A quién le gusta ir a pasar una tarde al campo y encontrarla llena de trozos de plástico? Odiaba cuando se le estropeaban los picnics por culpa de algún malnacido sin escrúpulos que tiraba sus latas de cerveza al suelo. 

Se echó el saco al hombro. Joder, ¿sabes cuántas tortugas marinas mueren al año por tragar los desechos que tiramos al mar? Los seres humanos son tan irresponsables. Por eso él intentaba ser un buen ciudadano, reciclar, utilizar energías renovables y, desde luego, tirar sus desechos en sacos de tela. Biodegradables. 

 Mientras se metía en el coche y giraba la llave del contacto, observando con parsimonia cómo se abría la puerta del garaje, recordó aquellos artículos que hablaban de él y sus travesuras. Le decían cosas muy poco agradables. Le llamaban desalmado, “el desalmado asesino conocido con el nombre de “Lobo Feroz”. Así había sido la primera línea del último artículo que había caído en sus manos. ¿Desalmado él? Si era vegetariano. Acudía a la iglesia religiosamente cada domingo, e incluso donaba parte de su sueldo a caridad. Y en Navidad iba a repartir comida a un comedor social. Desalmado, si ellos supieran. 

 Si era culpable de algo, era de ser un amante de la infancia. Le gustaban los niños. Les sonreía en el autobús y les sacaba la lengua si le miraban fijamente en la cola del supermercado. Era amable con ellos, incluso podía hacer que un bebé en sus manos dejara de llorar. Y la mayoría de las veces ni siquiera necesitaba estrangularlo. Pero es que tenía algo en su cabeza que… que no funcionaba bien. Sí, era eso. Él no era malo, era culpa de aquella voz que le decía cosas. Él le llamaba Fred. Fred le daba órdenes, le instigaba a coger las tijeras y chas, chas, chas. Hacía que sintiera un placer indescriptible al sentir la piel suave de los niños abriéndose como el suelo durante un terremoto. Como si fuera Moisés, y sus tijeras, un báculo para abrir las aguas del Mar Rojo. Un Mar Rojo chorreante de agua roja. 

 Se sentía tan poderoso. Lo disfrutaba. No. Sacudió la cabeza. No era él quien disfrutaba. Era Fred. Era Fred el Lobo Feroz, no él. Él era una buena persona. Él había rescatado un cachorro de una caja cuando era niño. Le había dado de comer, e incluso lo llevó al veterinario. Fue Fred quien le aplastó la cabeza con una piedra. Sus sesos se desparramaron sobre el suelo como una pintura expresionista que estuvo contemplando, como hipnotizado, durante horas. Y fue Fred quien le pidió entonces que cogiera unas tijeras, para conservar la piel como recuerdo. Chas, chas, chas. Aún se estremecía al recordar aquellos primeros tijeretazos. Una primera experiencia inolvidable, como la de un infante que comienza a andar, como el primer beso, como el primer te quiero. Sólo un par de chas, chas, y el perrito dejó de ser un perrito, y empezó a ser sólo trozos, pequeños elementos de un puzle desarmado.

Sonrió mientras conducía, casi se sentía como una especie de rebelde, como una especie de anarquista al que, en contra de la tendencia natural, le gustaba desarmar los puzles, en lugar de montarlos. No le gustaba lo que hacía Fred, pero le gustaba su resultado. Creaba misterios. Esta noche, después de esparcir los restos del corderito por el bosque, esperaría sentado junto a la televisión, impaciente como un niño en Navidad, a que la policía comenzara a jugar. Él creaba el misterio, el rompecabezas humano, y los polis tenían que resolverlo. 

 Mientras observaba los faros de su coche iluminando la carretera frente a él, enumeró los nombres que se le había dado por todo el país. Durante el transcurso de los años, la prensa, la policía, le habían bautizado con toda clase de motes: el Sacamantecas de Boston; el Conductor de la Muerte; e incluso durante un breve descanso en un estado liberal se había barajado la posibilidad de que sus crímenes fueron cometidos por una mujer. Bueno, sus crímenes no, los de Fred. Le llamaron La Babysitter, y sinceramente, le ofendió bastante. ¿Una mujer, él? ¿Qué se habían pensado, que las mujeres tenían la inteligencia o la capacidad para hacer lo que él hacía, tan meticulosamente? Finalmente, el Lobo Feroz había sido el último de sus nombres, pero sin duda el que más le gustaba. 

 Quién teme al lobo feroz, al lobo… 

Se sentía tan feliz, tan confiado, tan optimista, que si en aquel preciso instante, a aquel hombre orgulloso de portar el nombre de un personaje de cuento, le hubiesen dicho que al día siguiente a esas horas ya llevaría mucho tiempo muerto, se habría reído. 

¿Él? ¿Con lo cuidadoso que era? ¿Él, con lo buen conductor que era? No era fumador, ni bebedor. ¿De qué iba a morir? Jah, habría dicho, si fuera un hombre hablador. Pero como no lo era, se limitaría a sonreír esbozando una mueca condescendiente, paternalista, y negaría con la cabeza. 

Los accidentes no ocurren así como así. La gente no muere porque sí. Eso lo sabía bien él. Él, quien se dedicaba a repartir la vida y la muerte como si fuera Dios. En cierto modo lo era. Lo era para esos niños que habían pasado tantos días encerrados en su sótano. Lo era, porque con su dedo divino, señalaba al próximo cabritillo. “Al cordero de Dios”, pensó, esta vez sin poder reprimir una sonora carcajada que resonó con la fuerza del petardeo de un tubo de escape. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo. Ten piedad de nosotros, habrían rezado los bastardos. Si sus mentes inferiores supieran el significado de la palabra piedad. Con sus narices llenas de mocos y su barbilla cubierta por el rastro blanquecino del recuerdo de un reguero de babas, sólo se limitaban a mirarle con los ojitos brillantes, en la oscuridad. Esperando el Dedo divino, esperando que el que ahora era todo su mundo, su Dios, les bendijera con algo de comida y agua, o les maldijera con la barra de metal con la que les dejaba inconscientes antes de llevarlos escaleras arriba. 

 “El bautizo de hierro”, pensó que debería llamarlo a partir de ahora. Le había gustado lo de Dios. Quizá lo sugiriera a algún periodista de la próxima ciudad a la que fuera. El Lobo Feroz le estaba cansando. Dios le gustaba más. Sí, definitivamente, en la próxima ciudad haría que le llamasen Dios. Tanto la prensa como los niños. “¿Sabes decir Dios?” Les preguntaría antes de llevárselos, agitando una tentadora bolsa de caramelos rancios ante los ojos de esos avariciosos mequetrefes. 

Sucios hijos de puta. Cómo iba a sentir pena por ellos, o por sus progenitores, cuando salían por televisión en aquellos denigrantes programas de televisión amarillista. Le gustaba especialmente observar, analizar a los padres, si es que los niños los tenían; le gustaba ver su rostro abatido, sus ojos tristes y su expresión de culpa, siempre al lado de una madre gorda y llorosa, completamente repugnante, suplicando a la cámara entre lágrimas que le devolvieran a su pequeño. Con un rastro de mocos idéntico al que goteaba desde la nariz de su hijo, en el sótano. 

Y perdido en aquellos pensamientos, el Lobo Feroz, la Babysitter, el Sacamantecas de Boston, Dios, o simplemente Fred, condujo durante unas cuantas horas, con el asiento trasero del coche repleto de cajas y mantas, las pocas pertenencias que gustaba de llevar consigo en sus múltiples viajes, en sus expediciones a través del país. Después de enterrar a este último animal, se mudaría. Ya había agotado definitivamente su último mote, y ahora quería explotar otros. Otros mundos, otros cabritillos. No, cabritillos no, ahora serían corderos. Corderos de Dios. Y la prensa conservadora relataría cómo él actuaba a través de los designios del Señor para limpiar el pecado del mundo, para castigar a aquellos padres pecadores, aquellos seres ridículos que se habían dejado llevar por el pecado y el fornicio hasta engendrar pequeños heraldos de Satán. Y aclamarían su nombre. Sí, sí… se relamió, sintiendo cómo se le empañaban las gafas. Sí, joder, le gustaba. 

Le encantaba esa idea. 

Imaginó a los telepredicadores anunciando el Día del Juicio, donde los pequeños se levantarían para mirar acusatoriamente a sus padres, a través de sus cuencas vacías, y preguntarles el porqué de su corta y lamentable existencia. Y como si el mundo, el destino, o el mismo Dios estuvieran aclamando su visión, aquel hombre observó con deleite cómo el cielo, que antes había brillado con la luz de mil estrellas sobre un fondo de negro aterciopelado, comenzaba a cubrirse de nubes. Nubes que anunciaban tormenta. 

Le encantaban las tormentas. 

 Mientras fuera lo bastante cuidadoso como para no dejar las huellas de los neumáticos sobre el barro, o las suyas propias, la lluvia jugaba siempre a su favor. Recordó aquel primer asesinato fuera de su país, en Europa, en uno de esos países donde siempre llovía. Aquel bendito chaparrón eliminó los inadvertidos restos de su propio ADN, cuando todavía era joven y descuidado. 

Le encantaba la lluvia. El mundo estaba aplaudiendo sus acciones. El destino le estaba dando ánimos para seguir con su misión. Lo estaba haciendo bien. Lo estás haciendo bien, Fred, murmuró para sí mismo. Para Fred. No le gustaba lo que hacía Fred, pero estaba claro que al destino sí. Quizá no estuviera equivocado. Quizá sus métodos fueran los correctos. Quizá algún día lograría encontrar la satisfacción plena, la que buscaba incansablemente cada vez que chas, chas, chas… esa satisfacción que se le escapaba de entre los dedos como la arena de la playa, como el agua, como la seda. Esa satisfacción que sentía tan efímera dentro de él, tan fuerte y leve a la vez, y por la que pasaba horas sollozando cuando la sentía perdida. Y la buscaba cada vez más incansablemente, cada vez más frecuentemente, cada vez más brutalmente. No podía hacer nada, era Fred. Fred no existe, eres tú. No, era Fred, él le obligaba. Era él quien no estaba satisfecho. 

 Pero un sonido lejano le arrancó de sus pensamientos como una bofetada. Apagó la radio, prestando atención. Los truenos. Eran truenos lejanos que avanzaban hacia él con la tormenta que veía aproximarse en el horizonte. Fred no estaba equivocado. No estaba equivocado. Aquellos truenos resonaban con el eco de tambores de batalla. Como el rugido gutural de los hinchas en un estadio. Eran sus fans, aclamándolo. Alentándolo. Era Dios, celebrando su victoria sobre el mundo. Era Él, dándole permiso para continuar con su legado. Pues, ¿no había solicitado Él el sacrificio de Isaac en manos de su padre? Le encantaba su estilo. Era cruel. 

Media hora más tuvo que conducir hasta que encontró el sitio perfecto. El sitio donde cerraría aquel cuento de hadas antes de abrir las primeras páginas del Evangelio. Donde dejaría de ser el Lobo Feroz para convertirse en Dios. Cada vez le gustaba más ese nombre, sentía un estremecimiento de orgullo en el pecho cada vez que pensaba en él. Aparcó el coche en un arcén y descendió de él con la gracia de un bailarín, con la alegría de un perro que va a dar un paseo por su parque favorito. 

Descendió y avanzó rápidamente hacia el maletero, para sacar, de entre sus cajas y maletas, aquella matrioska de bolsas y niño. Se la echó al hombro profiriendo un quejido con la garganta, y comenzó a caminar, protegido por la oscuridad de miradas indiscretas. Sobre él la tormenta comenzó a rugir con toda su intensidad, y pronto un fuerte chaparrón comenzó a asolar un valle en la lejanía. 

 Embargado en una euforia que casi, casi se parecía a aquel sentimiento orgásmico que le embargaba cuando, ya sabes, chas, chas, chas, corrió hacia aquel valle y pronto se vio completamente empapado por las gruesas y frías gotas de agua que caían como una espesa cortina. Allí, al pie de un árbol, descargó al pequeño personaje de un cuento de terror, y allí, satisfecho, apoyó la mano contra la madera del árbol y miró hacia adelante, hacia el futuro que, creía, se extendía frente a él. Frente al que iba a ser el próximo Mesías de Dios. 

Dios estaría orgulloso de él. 

 Y como una respuesta divina, un rayo descendió sobre él, a través de la copa del árbol contra el que se encontraba apoyado. Tan sólo logró escuchar un sonido zigzeante, como el de unas tijeras, chas chas, chas, antes de terminar la frase que formulaba en su mente. Quién teme al lob