Alma

¿Alguna vez habéis visto una mariposa emergiendo de una crisálida? Creo que todos los seres humanos hemos tenido la oportunidad de presenciar ese proceso. En los documentales, en las televisiones de los grandes almacenes que sólo intentan demostrar la buena resolución de sus pantallas, o incluso adoptando unos cuantos gusanos de seda en el colegio.
Cualquiera diría que es un espectáculo bello, pero no es cierto. Los capullos son objetos desagradablemente blandos, feos, formados de secreciones de gusanos. Las mariposas tardan eones en salir, y lo hacen con sus alas pegajosas plegadas sobre sus peludos cuerpecillos de insecto. Y, aunque aquella desagradable oruga se convierta después en la mariposa de colores más vivos del vergel, el proceso debe ser, para ellas, absolutamente devastador.
Pues, aunque yo no lo sabía, a las personas puede sucederles lo mismo.
Aunque el proceso de Alma ha sido diferente. Ya nació siendo una mariposa. Una bonita mariposa de jardín, que forzosamente se ha encerrado en una crisálida para convertirse, en su interior, en un insecto aún más hermoso. Contenida en la crisálida transparente de una habitación de hospital, su metamorfosis, a ojos vista, está siendo tan fascinante que cualquier camarógrafo del National Geographic pagaría por registrarla.
Mientras la observo dormir, veo que sus cabellos han comenzado a crecer de forma natural, con unos rizos desconocidos hasta el momento que forman complicados caracoles, enrevesados sobre su cabeza y dispersos en todas direcciones sobre la almohada. No sabía que su cabello natural era tan oscuro, pero la luz que atraviesa la ventana traza destellos dorados sobre sus complicados rizos, que oscilan cada vez que un mal sueño la hace mover la cabeza.
Libre por fin del maquillaje barato, su rostro se ha revelado como el de una chiquilla. Una niña inocente e increíblemente dulce, cuyos ojos descansan en su sueño, sin revelar ni un solo atisbo de la maduración precoz a la que ha tenido que enfrentarse a sus escasos dieciocho años. Y su piel, por fin, luce de un bronce natural, sin cremas que trataran de aclararla o polvos que ocultaran su tonalidad otoñal.
Alma es una flor nacida en primavera y teñida de otoño.
Alargo una mano para rozar la suya, que reposa suavemente sobre las sábanas. El delicado trazado de su piel está interrumpido por un esparadrapo que oculta una fea realidad: la aguja una a un gotero, atravesando sus venas. Lo único que consigue nutrirla desde hace casi un año. Seis meses desde el accidente; otro más desde que intentara abandonar su crisálida para siempre.
En un gesto absurdamente valiente, alargo la otra mano para rozarle la línea suave de su mentón, mucho más fino ahora. Cuando la conocí, sus formas eran redondeadas como las de una venus paleolítica, o una pintura barroca. No la hacían menos atractiva; despertaba ese tipo de atracción primitiva que hace que uno tenga ganas de darle un garrotazo en la cabeza y reclamarla para sí mismo. Una mujer que cualquier guerrero capturaría durante una invasión; una esclava exótica para el harén del jeque más adinerado de Persia.
Pero ahora, seis meses después del accidente, sus redondeces se han convertido en meras voluptuosidades. Su rostro se ha perfilado, sus brazos se han alargado visualmente, y sus piernas se han convertido en sinuosos ríos que desembocan en un desfiladero prohibido.
Aparto la mano que se ha atrevido a rozar su cuello, mientras siento que mis ojos se llenan de lágrimas.
Como si nada de eso importara ahora.
Como si de verdad importara si volviera a pesar setenta quilos, o se redujera al tamaño de una ratoncita. Como si de verdad importara si fuese su precioso rostro el violentado, en lugar las venas de su muñeca. Ojalá pudiera recoger toda esa belleza con mis manos, acumulable como arena en la playa, e introducirla en su interior. Ojalá pudiera rellenar de belleza su interior, para que volviera a emitir la luz que iluminó mis días al conocerla.
Porque, después del incidente, a Alma se le salió el alma por las heridas. Y ahora, un mero cascarón vacío, se limita a seguir viviendo con la indolencia de aquel que cuenta los segundos antes del final de una mala película.
Aún recordaba la conversación que habían tenido la tarde antes de que me llamaran del hospital por segunda vez.
Intenta ser feliz, Alma” le había dicho, ingenuo de mí.
¿Dónde está escrito que todos tengamos que ser felices, Michael?” Me preguntó, atravesándome con esos ojos de esmeralda. Esos ojos cuyo jade se había convertido en obsidiana desde que los abrió, por vez primera, después del incidente.
Dios mío. Añoraba la forma en la que se iluminaba su expresión al sonreír, al hablarme, al tararear por los pasillos del supermercado con esa voz sorprendentemente profunda. Su sinuosa forma de moverse, su manera de tratar a los demás con esa humildad de la que se cree menos hermosa de lo que realmente es. Porque, a mis ojos, Alma podría saberse la mujer más bella del mundo, y aún no se acercaría a lo atractiva que era en realidad.
Me retiro una lágrima prematura antes de que se abra paso por mi mejilla. Si despierta, no quiero que me vea llorar. No quiero llorar cuando le diga lo que deseo decirle desde hace mucho tiempo. Desde que la conocí, perdida, sucia y desamparada, en el callejón trasero de mi tienda. Rebuscando en los cubos de basura.
Porque desde que su inocente expresión arañó el cinismo de mi alma, siempre he sabido que nunca amaría a una mujer como la amo a ella. Y aunque sabía que su estado era complicado, que debía esperar, que debía ser paciente, que su condición de rata callejera la había hecho desconfiada, sabía lo que debía hacer.
Con cuidado, palpo el bulto cuadrado del bolsillo de mis pantalones. Dentro, hay un anillo decorado por la esquirla perdida de un meteorito. Porque aunque Alma merecería que la coronaran y vistieran como a una reina, alguien como ella, un ser diferente y onírico, debe venir del cielo. Y como no creo en los ángeles, simplemente debe ser una invitada del espacio exterior. Y merece que le pida que se case conmigo trayéndole algo de su propia tierra.
Voy a hacerlo. En cuanto despierte. En cuanto despierte lo haré. Sé que nunca se lo habría imaginado, por el estado en el que estaba cuando la conocí, por sus ataques de pánico después del incidente, por su…
Porque ha intentado suicidarse. Incluso después de toda la ayuda que he tratado de prestarle. Después de todo el apoyo, de arreglar su piso, de llevarla a terapia... Nada de eso ha funcionado. Pero quiero cuidarla. Quiero estar aquí para ella. Quiero rellenar su interior de su propia belleza exterior, del cariño que nadie en esta puta vida ha sabido darle, de fragmentos de fantasía, de ciencia ficción. Le daría cualquier cosa que me pidiera, si eso pudiera retenerla a mi lado.
Se me escapa un doloroso suspiro de entre los labios, y ella abre los ojos, desplegando esas pestañas de mariposa monarca, largas, negras y ambarinas. Aprieta con sus dedos mi mano, que sigue sosteniendo la suya, y le sonrío.
-Hola, pelopaja -susurra cariñosamente, dibujando el principio de una sonrisa en la comisura de sus labios rosados, algo resecos ahora.
Alargo mi propia sonrisa, tratando de arreglar mi cabello, rojo como la grana.
-Alma, yo… -ahora es mi rostro el que hace juego con la tonalidad de mi pelo. Pero tengo que hacerlo. Retiro mi contacto de su mano lentamente, mientras me pongo en pie, dispuesto a sacar el estuche del anillo - Después de todo lo que ha pasado, hay algo que… Siempre he querido decírtelo, en realidad. -Carraspeo, tratando de centrar mis pensamientos- Alma. Si hay algo que yo quisiera, eso es…
Alguien toca la puerta a mi espalda, y me sobresalto tanto que me atraganto con mi propia saliva, interrumpiendo abruptamente mi patético discurso. Tosiendo, observo cómo una enfermera de aspecto malhumorado y un uniforme arrugado que revela horas de guardia, irrumpe en la habitación y me dirige una mirada ceñuda.
-Se han acabado las horas de visita -me advierte, mientras revisa el nivel del gotero de la paciente.
-Perdón -retrocedo, aún entre toses.
-Déjala ya en paz, hombre. Que tiene que descansar -insiste la mujerona.
-No hay prob… -Alma trata de defenderme, pero yo alzo las manos, conciliador.
-Tranquila. Ya te lo diré. Sólo espera.