Deseo

La había estado observando durante todo el tiempo en el que ella había vivido allí. Paseando por los pasillos, agitando su brillante cabellera cuando pasaba al lado de algún guapo soldado. El hombre envidiaba las miradas furtivas que echaba a los caballeros que se cruzaban con ella. Y sin embargo, a él sólo le dedicaba aquel tipo de miradas… aquel tipo de miradas que sólo se dedicaban a los perros sarnosos, a las ratas, a los mendigos.

Es cierto que, aunque no atraer especialmente a las mujeres nunca había sido un obstáculo en su vida, últimamente aquel hecho no abandonaba sus pensamientos. Podía pagarse alguna puta, podía violar a alguna tabernera en un callejón. Las mujeres duraban en su mente lo que su polla duraba dentro de ellas. Pero ahora. Ahora no podía dejar de pensar en ella.

Durante el torneo quiso imaginar que resultaba vencedor de todas las justas y podía nombrarla reina del amor y la belleza. Que le entregaba una rosa y ella dejaba de verlo como a un sucio ratero, y le viera más como a uno de esos caballeros a los que ella espiaba desde las ventanas de los pasillos. Pero hubiese resultado ridículo. El rey, su protegido, habría reído y posiblemente habría resultado humillante para ambos. ¿Un perro regalándole una rosa a una princesa? Porque aquello era, un perro. Había visto a caballeros convertidos en bufones por menos.

Y lo que menos necesitaba aquella chiquilla era más humillación. Aunque fuera hija del rey, como bastarda, la gente la rehuía, los mozos de cuadra la pretendían, pues sabían que no podía aspirar a nada mejor, y el rey… bueno, dependiendo de su estado de ánimo, tan volátil en un Targaryen, la colmaba de regalos, o la mandaba azotar en público con la parte plana de una espada. Afortunadamente, él nunca se había visto en la tesitura de tener que llevar a cabo el castigo.

Aquel día el rey le había dado el día libre. Corre, perro, ve a mear en algún árbol, le había dicho. Y como buen perro, obedeció. No sentía unas ganas especiales de pasear por la corte, pues sabía que su aspecto rudo y su semblante serio espantaba a todas las doncellas y algún que otro lord. Y aunque estaba acostumbrado a sembrar la inquietud allá donde pasaba, a veces sólo sentía ganas de estrangular al primero que le apartara la mirada.

Y como no quería sembrar el caos, decidió, simplemente, refugiarse en la primera alcoba vacía que encontrara. Se trataba de un simple trastero, pero, sin saber muy bien cómo, acabó divisando los jardines traseros de palacio desde la ventana. Eran unos jardines privados, dedicados especialmente a las princesas. Pocas ventanas daban allí, pues se decía que era pecado mortal observar a las doncellas en sus momentos privados. Decían que a los misterios de la vida femenina los cubría un velo que no había que apartar. Siete infiernos, que le jodan a los velos. Como en aquella habitación no había ni un mísero taburete para sentarse, echó una mirada rápida por la ventana antes de marcharse. Pero antes de hacerlo, algo le detuvo. Movimiento en el jardín. Una melena castaña se abrió paso hasta la enorme fuente que había en medio.

Era ella. El hombre se detuvo en mitad de su movimiento, y se acercó discretamente al alféizar, sin atreverse a asomarse del todo, con temor a que le viera. Era la primera vez que la veía sola. Eran ellos dos, sin nadie más alrededor, sin nadie más hacia el que inclinarse. Sin miradas hacia caballeros de brillante armadura. Sin miradas desdeñosas hacia él.

La joven se aproximó hasta quedar frente a la fuente, y allí echó una mirada en derredor. El caballero se ocultó ligeramente tras el marco de la ventana. Cuando ella se sintió segura, comenzó a despojarse de sus vestimentas. Hacía dos años que era primavera, y jamás en toda su vida la había visto tan radiante. El verano se acercaba, y su piel olivácea se tornaba en color caramelo. Deslizó las manos por su cuello hasta llevar toda su melena castaña a un recogido sobre su cabeza. Un mechón de cabello blanco rompía el color. Una de las pocas herencias Targaryen como bastarda. Su largo y delgado cuello quedó expuesto hacia él, y su mirada reptó serpenteando por su espalda, expuesta por las delicadas fibras de los vestidos del verano.

Después, las manos diestras de la doncella acariciaron sus propios hombros hasta deslizar los tirantes por sus brazos. El hombre sintió cómo su sangre se concentraba en el mismo sitio. Le incomodó sentir la dureza de su miembro apretado dentro del vasto calzón de lana. La joven quedó en ropa interior frente a él, lentamente, como si efectuara un baile erótico privado como pocos se han visto en los burdeles. Y cuando ella se deshizo de los pequeños calzones de algodón que cubrían su sexo y dejó a la vista su vello púbico, él agradeció a los dioses no llevar armadura completa. Se deshizo el nudo del calzón y sacó su miembro, duro y palpitante, sin quitarle la vista de encima a la princesa bastarda.

Ella, ajena aún a los sentimientos que despertaba en aquel guerrero, se introdujo lentamente en el agua. Él comenzó a acariciarse lentamente, imaginándose a sí mismo dentro de aquella fuente, clavándole los ojos frente a frente, y no por la espalda. Mirando hacia aquellos ojos dispares que siempre expresaban deseo hacia otros hombres. Otros hombres, no él. Sintió rabia. ¿qué se había creído? Era una puta bastarda, nada más. Era como una rata mascota, sin derecho a permanecer con gente de bien, pero encerrada para siempre entre ellos. Era una rata y él, un perro. Debería tener todo el derecho del mundo a cogerla y montarla cuanto quisiera.

Y sin embargo, esa rata aún se sentía lo suficientemente importante como para desnudarse frente a él, provocarle de aquella manera. Ignorarle cuando él le lanzaba miradas profundas desde el interior de su yelmo. Y él sólo podía regodearse con el aroma que dejaba al pasar, con su lento pestañeo y sus prendas olvidadas aquí y allá. Y ahora, la única forma de aliviar aquel sentimiento profundo que le quemaba por dentro, era manipular su miembro de arriba abajo, imaginando que los muslos que veía cubiertos de agua rodeaban su cintura amorosamente. Que las manos del guerrero, encallecidas por el uso de la espada y las riendas de los caballos, podían acariciar aquellos turgentes pechos que ella misma frotaba para librar de la inmundicia.

Y cuando ella, en su limpieza, llegó  a su pubis con las manos, él no pudo reprimir un gemido que nació en lo más profundo de su ser, y eyaculó violentamente sobre su mano. Y aunque  pensaba que su fuego se apagaría con aquella visión, o al menos se vería reducido a brasas humeantes, se equivocó. Su imagen aparecía ante sus ojos una y otra vez. Sus senos goteando, sus manos acariciando cada centímetro de su piel. Su boca entreabierta, gimiendo por la frialdad del agua en contacto con la calidez de su piel.

Al día siguiente, ambos se cruzaron. Ella le miró, como siempre hacía, atraída por aquellos ojos oscuros. Para su sorpresa, él le respondió a la mirada. Pero lo que vio en aquellos ojos la dejó paralizada. Era puro fuego, rabia y miedo. Le observó pasar de largo, sintiendo una extraña calidez entre las piernas.