Scene20 - Manos

Inés

Nunca supo por qué sus manos, tan negras por arriba, tenían la palma blanca y rosada. Los ancianos de su tribu, antes de la llegada del hombre blanco, narraban que sus antepasados habían sido bestias mitad animales, y como tales atravesaron las largas llanuras del mundo a cuatro patas, persiguiendo a sus enemigos y huyendo de la ira de los dioses. Y ese era el motivo por el que sus descendientes no poseían pigmentación en manos y pies, porque las frenéticas carreras por la tierra habían arrancado el color de estas.

Al menos, eso se decía en su tribu.

De niño aquella seña racial había sido motivo de orgullo; sus antepasados habían sido tan fuertes y rápidos que consiguieron alterar su fisionomía. Pero desde que el hombre blanco llegó a su tribu, había llegado a odiar aquellas manos negras y blancas, como había llegado a odiar todo lo que le diferenciaba del hombre blanco.

Y mientras no podía abandonar su odio por su propia piel, había llegado a amar la nívea piel de su ama. Inés, cuyo cutis poseía una blancura que casi hacía daño a la vista. Y Tafari, presa de la adoración, con el corazón corriendo en su pecho con la fuerza de sus ancestros, se introducía en secreto en las habitaciones privadas de su ama, mientras esta dormía en letargo, y allí se sentaba sobre la alfombra para admirarla de cerca. Temblando, alargaba su mano bicolor para acariciar la de la joven, recorriendo con sus dedos los largos ríos de venas azuladas que surcaban el interior de la dermis de Inés.

Era su pequeño secreto, un secreto que jamás se atrevería a revelar.

Con el paso de los años, de los siglos, había llegado a comprender por qué Inés, una Diosa todopoderosa, compró a alguien como él. Al principio pensó que era por su fuerza, pero Inés se había revelado como una joven sorprendentemente fuerte, probablemente como parte de sus poderes sobrenaturales. Después, pensó en el aspecto amenazador que poseía él mismo: negro como el tizón, grande, imponente, con un ojo de cristal y una expresión fiera. Pero tampoco era eso; Inés podía manipular las sombras alrededor de los mortales hasta hacerles caer en la locura.

No, no era por la gente; no era por la impresión que podrían causar a los demás. Lo había comprado… por ella. Porque, había llegado a comprender su guardaespaldas, Inés era la persona más solitaria del mundo. Y aunque nunca admitía más contacto entre ellos que el que había cuando le estrechaba las lazadas del corsé o le abrochaba una gargantilla al cuello, Inés deseaba con toda su alma sentir que alguien la amaba, la necesitaba, la adoraba.

Y así, dado que estaba prohibido tocarla, Tafari se arriesgaba a unos soberbios latigazos para colarse en su habitación todas las noches, y acariciarle la piel, para que las albas manos de Inés se sintieran protegidas, cubiertas, y amadas por las manos blancas y negras de Tafari.