Claudia
Nunca le había visto sonreír de
verdad. A veces emitía una mueca sarcástica, estiraba los músculos de la cara,
o dejaba a la vista sus largos colmillos. Pero nunca una sonrisa de verdad. Nunca
una risa, una carcajada sincera; todas estaban llenas de odio, ironía y rencor.
A veces caminaba por la calle y se sorprendía
clavándoles la mirada a esas parejitas que podían mirarse a los ojos durante
horas, intercambiando sonrisas impregnadas de amor y nubes de algodón de
azúcar. Luego, llegaba a casa. Con Yasshiff, con el que lo único que intercambiaba
eran frases mordaces y pullas.
Ella le sonreía a veces, cuando él
regresaba ileso, cuando vacilaba a alguien que no era ella, y cuando se
introducía en su cama para dormir con él. No lo hacía a menudo, sólo cuando se
sentía insegura, cuando estaba triste, o cuando tenía miedo. Bueno, quizá lo
hacía más a menudo de lo que quería reconocer. Pero él nunca se enteraba, o al
menos procuraba que no lo hiciera. Se metía entre las sábanas cuando él caía en
letargo, y se levantaba antes de la caída del sol.
Pero lo que no sabía es que, por
mucho que quisiera ocultar todo rastro de su presencia, su aroma a perfume
francés se impregnaba en las sábanas, su cuerpo dejaba un rastro indeleble en
las sábanas de hilo egipcio; su esencia quedaba en el aire como la humedad
después de una tormenta. Como si hubiesen llenado la habitación de flores
aromáticas durante la noche. Y cuando Yasshiff despertaba, y deslizaba la palma
de la mano por las sábanas, todavía calientes, casi podía sentirla dormir a su
lado durante el día, y entonces la comisura de su boca se curvaba hacia arriba
inconscientemente. La sonrisa se instalaba en su boca como un molesto parásito,
que duraba hasta que tenía que afrontar la dureza de la noche en el Mundo de
Tinieblas.