Yasshiff
Siempre que llovía ella se ponía un poco rara. Se sentaba en
una butaca al lado de la ventana, sin apartar la vista de la calle. Miraba a la
gente con el paraguas, a los coches salpicando las aceras al pasar sobre un charco,
a las gotas de agua formar regueros en el cristal.
Apagué el cigarrillo en un cenicero cercano. Después, lo cogí antes de acercarme a ella, con la intención de tendérselo para que
apagara el suyo. Me situé junto a Claudia, aún cenicero en mano, y la miré.
Tenía los ojos grises completamente perdidos en la inmensidad del cielo,
encapotado con nubes de lluvia. Las gotas de agua repiqueteaban en los
cristales. Qué visión. Desvié la vista y la deposité sobre el cenicero. No recordaba
haberlo comprado, hasta que recordé que había sido una de las chiquilladas de
la ghoul, cuando aún era una cría. Lo había robado de una discoteca donde la
habían echado a patadas. Cuando aún era una cría.
La miré de nuevo. ¿Cuándo había crecido tanto? ¿Cuándo había
dejado de ser aquella niñata con un aro en la nariz y se había convertido en …
Me miró, por primera vez en toda la noche. Toda una noche de lluvia condensada en aquellos ojos grises. Ojos de lluvia. Me miró, y luego
recorrió con la mirada todo el camino de mi brazo hasta el cenicero que tenía
en la mano. Luego, miró su propia mano y creo que incluso se sorprendió de
tener un cigarrillo encendido en ella. Lo apagó, y me dedicó una sonrisa de
agradecimiento. Luego, volvió a dirigir
la mirada hacia la ventana. Apoyó su barbilla sobre su mano.
“¿Qué te pasa con la lluvia?” quise preguntarle una y otra
vez. Pero temía que hacerlo fuese como golpear una pecera, y que toda aquella
agua contenida en ella, en sus ojos, se desbordara y se filtrara en el suelo,
perdida para siempre. Me limité a mirarla desde el sofá. Me encendí otro
cigarrillo. El sonido de la lluvia, de los coches pasando. El frío aire otoñal
entrando desde alguna grieta de la pared. Ella suspiró, y su aliento se perdió
en el ambiente. Quise poder grabar aquella escena en mi retina. En mi cerebro. A
fuego.
De pronto, mi móvil comenzó a sonar. Ella me miró. Era un
trabajo, así que me levanté y fui a la habitación a por mis cosas. Cuando salí, Claudia ya estaba lista; vestida, armada, y con esa mirada. Ahí estaba. El agua,
filtrada y perdida para siempre. Y aquellos ojos grises, que habían sido de
tormenta, ahora eran simplemente grises. De gris humo. Reprimí el impulso de
apagarlos en el cenicero.