Scene 20 - Cenicero

Yasshiff

Siempre que llovía ella se ponía un poco rara. Se sentaba en una butaca al lado de la ventana, sin apartar la vista de la calle. Miraba a la gente con el paraguas, a los coches salpicando las aceras al pasar sobre un charco, a las gotas de agua formar regueros en el cristal.
Apagué el cigarrillo en un cenicero cercano. Después, lo cogí antes de acercarme a ella, con la intención de tendérselo para que apagara el suyo. Me situé junto a Claudia, aún cenicero en mano, y la miré. Tenía los ojos grises completamente perdidos en la inmensidad del cielo, encapotado con nubes de lluvia. Las gotas de agua repiqueteaban en los cristales. Qué visión. Desvié la vista y la deposité sobre el cenicero. No recordaba haberlo comprado, hasta que recordé que había sido una de las chiquilladas de la ghoul, cuando aún era una cría. Lo había robado de una discoteca donde la habían echado a patadas. Cuando aún era una cría.

La miré de nuevo. ¿Cuándo había crecido tanto? ¿Cuándo había dejado de ser aquella niñata con un aro en la nariz y se había convertido en …
Me miró, por primera vez en toda la noche. Toda una noche de lluvia condensada en aquellos ojos grises. Ojos de lluvia. Me miró, y luego recorrió con la mirada todo el camino de mi brazo hasta el cenicero que tenía en la mano. Luego, miró su propia mano y creo que incluso se sorprendió de tener un cigarrillo encendido en ella. Lo apagó, y me dedicó una sonrisa de agradecimiento.  Luego, volvió a dirigir la mirada hacia la ventana. Apoyó su barbilla sobre su mano.

“¿Qué te pasa con la lluvia?” quise preguntarle una y otra vez. Pero temía que hacerlo fuese como golpear una pecera, y que toda aquella agua contenida en ella, en sus ojos, se desbordara y se filtrara en el suelo, perdida para siempre. Me limité a mirarla desde el sofá. Me encendí otro cigarrillo. El sonido de la lluvia, de los coches pasando. El frío aire otoñal entrando desde alguna grieta de la pared. Ella suspiró, y su aliento se perdió en el ambiente. Quise poder grabar aquella escena en mi retina. En mi cerebro. A fuego.
De pronto, mi móvil comenzó a sonar. Ella me miró. Era un trabajo, así que me levanté y fui a la habitación a por mis cosas. Cuando salí, Claudia ya estaba lista; vestida, armada, y con esa mirada. Ahí estaba. El agua, filtrada y perdida para siempre. Y aquellos ojos grises, que habían sido de tormenta, ahora eran simplemente grises. De gris humo. Reprimí el impulso de apagarlos en el cenicero.