Calibán

El resto de la semana transcurrió con calmada normalidad. Al día siguiente me animé a regresar a la tienda de cómics, temerosa de haber suscitado una salva de rumores, pero Jason no hizo mención alguna a mi actitud del día anterior. Quizá porque no se había enterado, o quizá porque sabía que algo nos traíamos entre Mark y yo, y no quería meter las narices. Sea como fuere, se lo agradecí. Pudimos celebrar el embarazo de Jane con una partida de rol y mucha pizza, a pesar de que todos nos habíamos puesto a dieta por undécima vez aquel año. Mark quiso haber acudido, pero de nuevo el deber le llamaba. Antes de volver al frente siempre tenía mucho papeleo por hacer. Además, debía ir a visitar a su madre antes de partir; finalmente había sido ingresada en el hospital de la ciudad más próxima a nuestro pueblo, tenía mejores instalaciones y la unidad de oncología era bastante aceptable. Además, a pesar de que a ninguno nos gustaba la idea de que la pobre mujer estuviera sola en aquel lugar la mayor parte del tiempo, había supuesto un alivio para Mark saber que había alguien cuidándola siempre, mientras él podía encargarse de su trabajo.

Por mi parte, deseaba disfrutar del tiempo que me brindaba el verano, ir a pasear a la montaña, salir a tomar el sol al jardín, hacer una cabaña en un árbol... Pero no. Mis días se resumían en pasearme en bragas por mi habitación comiendo cereales rancios frente al ventilador, acostarme tarde sentada frente al portátil y levantarme bien entrado el día, y sólo porque las señoras de la limpieza golpeaban la puerta de mi habitación con la aspiradora.

Podía permitirme pagar un piso compartido para estudiantes, mi padre tenía una pequeña tienda de barrio en mi pueblo natal que les permitía subsistir, y mi madre me pasaba entera la pensión que le daba el gobierno para que yo pudiera vivir con eso y lo que ganara trabajando, pero el atractivo de la residencia, entrar y salir sin rendirle cuentas a nadie, y que me limpiaran la habitación una vez al mes venció la comodidad de tener una cocina propia y una nevera donde no desapareciera comida periódicamente. Además, el barrio era una zona residencial muy tranquila, con chalés adosados alrededor, y grandes jardines, y estaba a media hora en bici de cualquier punto interesante de la ciudad.

Como fuera, aquella semana pasó sin pena ni gloria, hasta que ocurrió algo que conmocionó al principio al pequeño extracto de la sociedad que éramos mis amigos y yo, pero pronto iría a conmocionar al pueblo entero, e incluso al país.

Había quedado con Ethan en la tienda de cómics, quería que le ayudara a encontrar algún regalo en el centro comercial para enamorar a una chica que había conocido hacía poco. Lo que faltaba, si un bebé por parte de Hoydt y una nueva futura mutilación por parte de Mark no fuera suficiente, ahora Ethan por fin conseguía echarse novia. Él, que siempre presumía de ser un soltero de oro. Desde luego no iba a convencerle de que abrazara el celibato sólo para que estuviera siempre a nuestra entera disposición, pero llevaba una semana horrible y no acudía a la cita con la predisposición más absoluta.

Ethan y yo charlábamos de las diferentes posibilidades mientras hojeábamos con dedos ágiles y expertos en la sección de antiguallas de la tienda de cómics, a ver si podíamos encontrar algún pequeño chollo que se nos hubiese pasado por alto las cien primeras veces que lo habíamos revisado a lo largo del año. Ethan era primo de Hoydt, más corpulento y ligeramente más apuesto. Con grandes ojos oscuros y cabello fino y repeinado sobre la frente, tenía un sentido del humor más ácido que su pariente. Mientras que el atractivo de Hoydt le era dado, en gran parte, por su personalidad buena y su expresión dulce y divertida, Ethan tenía un rostro maligno y una sonrisa ancha y pícara que llamaba la atención de todas las féminas a las que conocía. A veces yo misma sentía ganas de golpearle, y otras veces despertaba en mí un tipo de sentimiento parecido a la ternura.

Sus padres llevaban una pequeña fábrica de cajas a las afueras del pueblo, donde él trabajaba a degüello seis días a la semana; si viviésemos en el siglo pasado, seguramente Ethan y su familia pertenecerían a una especie de élite aristocrático-burguesa, pues eran una de las familias más adineradas del pueblo, aunque jamás alardeaban de ello. Como un cacique del siglo XXI, siempre iba impecablemente vestido y peinado, con traje y corbata. Era un yuppie de los pies a la cabeza, y como tal, en ocasiones le avergonzaba que le vieran en público con nosotros. Era como un gay que no se decidía a salir del armario, pero en este caso el armario era la TARDIS. Jamás pude comprender cómo alguien podría estar tan avergonzado de un mundo que le apasionaba, pues conocía a pocas personas que supieran tanto de superhéroes y videojuegos como él.
-¿Has jugado ya a The Last of Us? –Me preguntó mientras revisaba por undécima vez la portada maltrecha de un cómic antiguo. Me llevé una mano a la frente, Ethan me había prestado el juego semanas atrás, pero seguía olvidado dentro de mi mochila.
-Sí –disimulé- lo tengo un poco abandonado ahora, ya sabes, por…

Sin embargo, Ethan nunca acabó de oír mi triste excusa, pues en aquel momento Calibán irrumpió en la tienda de cómics, respirando agitadamente y echando una mirada dentro. Aturdidos, Ethan y yo nos miramos entre nosotros, y después a él.

Calibán era amigo mío desde que llegué al pueblo, y desde el primer momento en el que le vi supe que era un chaval encantador. Mark me lo presentó un día que paseábamos por el parque, y por algún motivo que no recuerdo, nos acabamos quedando a solas; era otoño y yo, que aún no estaba habituada al clima del pueblo, me estaba muriendo de frío. Calibán me prestó su sudadera y me acompañó a la residencia, hablando durante todo el camino de películas de los Monty Python, y riéndonos imitando nuestras escenas favoritas. Fue gracias a él y a Mark que me introduje en el mundo de los juegos de rol.
Cuando le conocí llevaba una larga y espesa melena morena que le llegaba más allá de la cintura, en consonancia con las camisetas de grupos de heavy metal que cubrían su piel paliducha; sin embargo, en los últimos tiempos, llegada la madurez a su puerta, había optado por un cambio de look más sobrio y sofisticado, hasta conseguir sacarse las oposiciones a profesor. Unas gafas gruesas de pasta ocultaban sus ojos oscuros, aumentados por los cristales. Mientras estudiaba, se ganaba el pan trabajando de profesor de Muay Thai en el colegio del pueblo, así que una camiseta sin mangas le caía sobre su cuerpo delgado y fibroso, como esculpido en prieto bloque de bambú. Sobre su hombro redondo y definido, colgaba una mochila, una eterna compañera en toda clase de aventuras.
-¿Qué pasa, Calibán? –Preguntó Ethan, extrañado. Su nombre exótico, Sheakespereano, se lo debía a la mente soñadora de su madre, quien leyó Hamlet durante su embarazo y quiso que su hijo se sintiera contagiado del romanticismo y la ingenuidad de los personajes de las novelas rosas. Huelga decir que no sirvió para nada, y bien podría haberle llamado Rambo, ya que aquel chico no había parado de moverse, luchar y reír ni un solo instante desde que pisó este mundo.

En cualquier caso, el joven hizo caso omiso de nosotros y se abrió paso hasta la estantería que tapábamos con nuestros cuerpos. Revisó sin mirarnos un par de cómics y cuando encontró uno en concreto, se echó a reír con su risa aguda característica, mostrando una fila de dientes rectos y pequeños. Después, se mesó su larga perilla negra de chivo, respiró y volvió a reír.
-¿Qué pasa? –Repetí yo, con una media sonrisa en los labios.
-¿Os acordáis de que os dije que mi madre había conseguido vender el asilo a un neoyorquino? –Comentó, mientras se apoyaba contra la estantería.

Nosotros asentimos. El padre de Calibán era un parado de larga duración, y su madre había estado desesperada por vender una residencia de ancianos que había heredado y llevaba como una carga sobre los hombros desde que habían abierto otro geriátrico más moderno al otro lado de la ciudad. Todos deseábamos que pudiera venderla algún día, para que algún caprichoso rico se hiciera un hotel, o una mansión con olor a orín de viejo y goteros.
-Sí –asintió Ethan, devolviendo a la fila el cómic que había estado mirando.
-Pues hoy he visto al tipo. He ido a acompañar mi madre a firmar los papeles de la venta, ¿y a que no sabéis a quién era clavadito? –Preguntó el chico moreno, mientras extendía el cómic frente a él. Era un número antiguo de Spiderman, en cuya portada podíamos ver, siempre en colores magenta, azul y cian, a Peter Parker contra el malvado doctor Octopus.

Reímos.
-¿A Spiderman? –Pregunté.
-¡No! Es igual que Octopus. Pero el pelo y todo, en serio.
-Venga ya, nadie es tan patético –repuso Ethan.
-Pero ¿cómo iba vestido? –Insistí yo, curiosa.
-Con una gabardina pasada de moda, muy larga.
-¿Una gabardina en junio? ¿Aquí? –Preguntó Ethan, escéptico, mientras avanzaba hacia la caja con un libro en la mano. Se lo tendió a Jason, quien, perdido en sus pensamientos, lo metió  automáticamente en una bolsa con el logotipo de la tienda.
-¿De qué habláis? –Preguntó, saliendo de su ensimismamiento, mientras recogía el dinero que le tendía su amigo.
-Calibán ha encontrado al Doctor Octopus –respondí yo, avanzando hacia el mostrador de cristal y apoyando los codos en él.

Calibán se acercó a nosotros, aún con el cómic en la mano, y lo puso encima del mueble, a mi lado. Volvió a rascarse la barba y nos miró.
-Os lo digo en serio. Hasta mi madre pensaba que iba disfrazado. Tenía el pelo cortado a tazón, las gafas y unos guantes.
-¿Y los brazos metálicos? –Insistí, aún divertida.
-No me creéis –suspiró él.
-A ver, yo me creo que te hayas encontrado a un tipo parecido al Doctor Octopus, de frikis está el mundo lleno, eso está claro –admitió Ethan- pero de ahí a que te hayas encontrado al doctor Octopus en persona…
-Os juro que jamás en mi vida había visto a nadie tan sumamente parecid…

Se interrumpió cuando escuchamos la puerta de la tienda abrirse con su clásico tintineo. Nos volvimos para ver entrar a un hombre con aspecto hosco, quien inspeccionó el establecimiento con los ojos entrecerrados.
-Buenas tardes –saludó Jason, incorporándose. Me desplacé sobre la superficie del mostrador, dejando un hueco para que el recién llegado pudiera acceder a él.

Calibán continuaba observando, frustrado, la portada del cómic, mientras Jason esperaba una respuesta del nuevo cliente, quien no se había movido un ápice de la entrada. Ethan, sin embargo, me miró, y en sus ojos pude ver una expresión extraña. De desconcierto. Era esa clase de diversión tensa, como cuando ves a un borracho vociferar en mitad de la calle: te ríes de lejos pero esperas que no vaya en tu dirección. Así me miró Ethan, y yo, con una extraña tensión en el estómago, volví a mirar al recién llegado.

Era un hombre alto, no demasiado, con el cabello muy corto y oscuro. Su rostro se reducía a unas cuantas aristas de rasgos angulosos, en pómulos y barbilla. Vestía unos pantalones largos color caqui y una camiseta a rayas negras y verdes. De las mangas cortas asomaban unos brazos musculosos, que acababan en unos puños cerrados con fuerza. De pronto me resultó vagamente familiar, como si le hubiera visto en algún sitio antes. El hombre observaba la tienda con los ojos entrecerrados, revisando cada superficie y portada de cómic, hasta que llegó donde estábamos nosotros, como si no se hubiese percatado de nuestra presencia. Después, miró el cómic que llevaba Calibán entre las manos y se lo arrebató de golpe. El chico se sobresaltó, al igual que todos nosotros, pero el recién llegado lanzó un billete de cinco dólares al aire y se marchó igual de rápido que como había llegado. 

Desconcertados, nos miramos unos a otros. Jason cogió el billete arrugado y lo miró.
-Eh… ¿qué acaba de pasar? –Preguntó, mientras lo metía, aún confundido, en la caja registradora.
-¿En serio no os habéis dado cuenta? –Dijo Ethan, asomándose discretamente por la ventana del escaparate, mirando por dónde se había ido aquel tipo.
-¿De qué? –Preguntó Calibán, con las manos aún cerradas en torno al fantasma del cómic que había sujetado.

La puerta del establecimiento se abrió de nuevo, arrancándonos una expresión de sorpresa. Era Hoydt, quien llevaba una abultada bolsa de una tienda de bebés en la mano, y miraba por encima de su hombro al entrar. Cuando la puerta se cerró sonoramente tras él, se volvió hacia nosotros y sonrió.
-¿Soy yo, o acabo de ver al Hombre de Arena?