Mark

-Buenas –se presentó el recién llegado, levantando la mano. Parecía que todos nos saludábamos igual, como borregos.
-¿Qué hay, Mark? –Preguntó Jason, mientras dejaba una de las cajas sobre el mostrador, con toda su atención dirigida exclusivamente hacia el hombretón que acababa de entrar. A ambos nos sorprendió verle vestido con el uniforme militar- Hoy te has vestido de gala.
-Nada importante, sólo tenía que ir a rellenar unos papeles, y a la vuelta he decidido pasarme por aquí –respondió el mismo Mark, paseándose entre la sección de novedades.

Resoplé. Ni siquiera me había dirigido una pobre mirada al entrar, pero no le iba a dar la satisfacción de verme ofendida. Puto Mark. Observé sus anchas espaldas mientras se perdían entre los pasillos de la tienda. Mark era descendiente de europeos, creo que suecos, lo que se reflejaba en su enorme altura y su potente musculatura. Pero a pesar de sus orígenes nórdicos no era el típico rubito del mediooeste de ojos azules y hoyuelos en las mejillas, sino que durante muchos años había lucido una larga cabellera negra y rizada, y sus ojos, de un verde profundo, estaban coronados con unas espesas cejas negras. Durante la adolescencia había tenido la apariencia de un salvaje vikingo desembarcando de un drakkar en movimiento, hasta que hacía unos años había decidido alistarse en el ejército y adoptar el peinado que imponía el tío Sam; desde entonces lucía sin vergüenza una fina capa de pelo cortado a cepillo, al estilo de Forrest Gump. Había que reconocer que con aquel nuevo estilismo la fuerza de su mirada y sus tatuajes perdían bastante, incluso en la playa. Incluso tirándose desde un drakkar en marcha. Nunca le había visto hacerlo pero estaba segura de que no impondría tanto como cuando llevaba el cabello largo y salvaje.

Su padre había abandonado a su madre poco después de que el chico acabara la secundaria, dejándolos sin nada, pues su madre llevaba algunos años luchando contra un cáncer de pulmón. La quimioterapia y las facturas médicas se estaban cebando con ellos, así que el muchacho había decidido optar por la vía rápida y se había alistado en el ejército apenas cumplió los dieciocho. No le fue difícil pasar las pruebas a pesar de la corpulencia rayana en el sobrepeso que lucía en aquella época, pues en el instituto había sido quaterback del equipo de rugby hasta que se cansó del grupito de guays superficiales y decidió pasarse al club de los que no pegan un palo al agua después de clase, como nosotros.

Ojeé distraídamente un cómic que había sobre el mostrador, pasando las hojas sin mirar hacia ningún punto concreto. No podía negar que entre Mark y yo había existido siempre una cierta atracción, un tira-y-afloja que caracterizaba nuestra relación. Incluso una vez estuvimos a punto de enrollarnos; estábamos en su coche, me había llevado a casa después de haber pasado toda la noche jugando a rol, y parloteábamos sin parar sobre lo que había sucedido durante aquella sesión de juego. Nuestros personajes habían tenido un tórrido romance, y alguno de los dos mencionó aquel tema. Nos miramos durante unos instantes que se me hicieron eternos, y nos aproximamos lentamente. El corazón me latía muy fuerte, pero entonces me sobrevino un potente estornudo y le di un cabezazo en la boca a Mark. Fue doloroso y humillante para ambos, pero no pudimos dejar de reír durante largo rato, hasta que nos dolió la mandíbula. Cuando nos calmamos, el momento romántico había pasado y se había marchado para siempre, así que le di las buenas noches y me marché.

Poco después, Mark se alistó en el ejército y eliminó cualquier oportunidad entre nosotros. Entendía que su situación era muy complicada, y desde luego que no era insensible al drama de su madre, pero yo era una antibelicista convencida, y aunque entendía su necesidad por conseguir dinero rápidamente, hacerlo a costa de masacrar a familias de civiles en alguna región de Asia Central... en fin, jamás le perdoné. Además, durante su primera semana de servicio en otro país me puse enferma de preocupación, ¿qué íbamos a hacer si él moría? La ansiedad me postró en cama hasta que recibí la primera carta. Entre mis virtudes no se encontraba la fe, pero cuando se marchó recé, recé para que no muriera allí, para que volviera con nosotros.

Y regresó, aunque no completamente ileso. Había perdido la mano izquierda durante una escaramuza. ¿Sabéis eso que dicen de que cuando los soldados vuelven de la guerra, nunca vuelven del todo? Bueno, pues Mark tampoco lo hizo, era evidente que había dejado allí algo más a parte de su mano, una parte importante de su personalidad, de él. Jamás volvió a bromear como lo hacía antes. Jamás volvió a reír como aquella noche, en el coche. Jamás volvimos a mirarnos como lo hicimos antes de mi estornudo. Y le odiaba profundamente por ello.

Mientras reflexionaba, mirando fijamente un dibujo que mi mente ni siquiera se dignaba en registrar, alguien me quitó la gorra desde detrás.
-¡Eh! –Exclamé, volviéndome hacia Mark, que sonreía, socarrón.
-¿Me la das? –respondió, poniéndosela sobre su enorme y pelada cabezota- Argh, está sudada.
-Pues claro que lo está, imbécil –se la arrebaté de un salto y me la volví a poner- ¿no has visto el calor que hace? Y tú vestido con el uniforme, hay que ser…
-Jason, ¿vais a hacer un pedido de juegos de mesa pronto? –Preguntó el soldado, ignorándome deliberadamente.
-Pues no estoy seguro, ¿por qué?
-Porque me voy a ir en un par de semanas, y quería tener unos cuantos para enseñar a jugar a los del cuartel. Estoy empezando a aborrecer el póker, no saben jugar a otra cosa.

De pronto, una náusea ya conocida me subió desde los pies hasta la garganta.
-¿Te vas? –Pregunté, intentando disimular el tono estrangulado de mi voz. Me sentí palidecer.
-¿Tanto te preocupas por mí? –Respondió él, con voz socarrona.

Ya está, lo que me faltaba. Le empujé, enfadada, y salí de la tienda. A los pocos pasos, escuché que se abría la puerta a mi espalda, y Mark me cogió de un brazo.
-Espera, Jamie.
-¿Qué? –le espeté, sin volverme.
-¿Por qué te pones así?
-¿Por qué te vas otra vez? ¿Cómo tienen la poca vergüenza de mandarte allí? ¡Pero si estás…! –Me callé.
-¿Que estoy qué? ¿Tullido? -Dijo con una dureza en la voz que me hizo temblar. Aunque era un hombre dado a las bromas, nunca había llegado a tolerar ninguna mención a su mano. Bueno, a su falta de ella.
-No, -murmuré, sin mirarle- iba a decir "lesionado".

Como imaginaba, su expresión cambió completamente. Frunció el ceño y endureció la mirada. Me daba miedo cuando se ponía así, y antes de su viaje a Oriente Medio jamás lo había hecho. Me mordisqueé el labio inferior.
-No tengo que darte explicaciones –respondió duramente mientras me soltaba y empezaba a retroceder– Venía a despedirme, porque dudo que nos veamos antes de que me vaya, pero si te vas a poner en plan hippie, paso.
-¡Espera! –No podía dejar que se marchara así, no enfadado conmigo. Él se detuvo, pero no terminó de volverse. De pronto me sentí estúpida, no sabía qué decir. Y pedirle perdón no entraba dentro de mis planes- Eh… ¡ah! ¿A qué no sabes a quién me he encontrado hace un momento?

Mark se giró, curioso, pero aún con esa mirada severa.
-¿A quién?
-A Hoydt. Jane está embarazada –dije, triunfal como un periodista que ha conseguido una buena exclusiva. Sin embargo, me llevé una mano a la boca. Maldita sea, no soy yo quien debería dar esta noticia. Mierda, Jane se va a cabrear mogollón conmigo. 
-Ya lo sabía –respondió Mark, ignorando mi expresión de culpabilidad- estábamos con Ethan, Jason y Calibán anoche, cuando Jane se hizo la prueba.

Después, el chico comenzó a andar de nuevo y entró en la tienda. Me quedé de piedra. Así que lo sabían todos. Habían quedado sin mí, y Jane se lo había dicho. Y nadie se había dignado a escribirme un triste mensaje para darme la noticia. Si no me hubiera cruzado con Hoydt, quizá no me hubiese enterado en semanas. De pronto, sentí que la tierra bajo mis pies se hundía. Me sentí muy sola. Tan sola, que no quise siquiera volver a la tienda de cómics.
Cabizbaja, abandoné el centro comercial y vagué por el barrio sin ninguna dirección fija. No me apetecía volver a casa, pero tampoco quería ver a nadie. Y nuestro pueblo no tenía muchos sitios por donde vagar; si uno se despistaba caminando, perfectamente podía acabar en mitad de un campo de maizales, a las afueras, perdido para siempre. Finalmente me senté en un banco cercano y me quité la gorra para abanicarme con ella. 

Me recosté contra el asiento y cerré los ojos. El sol me daba de lleno en la cara y veía lucecitas danzando tras mis párpados; me concentré en ellas para olvidar la decepción que había supuesto la tarde entera. Admití con vergüenza que me estaba comportando como una idiota integral. Primero, los celos infantiles hacia el bebé nonato de Hoydt y Jane, y ahora mi pataleta porque no quería que Mark volviera a filas. Y había dejado en la tienda a Jason con la palabra en la boca y mi currículum arrugado sobre el mostrador. Y ni siquiera había tenido tiempo de comprarme algún cómic. Me incorporé con decisión, dispuesta a regresar –calculando que Mark ya se habría marchado- cuando me vi deslumbrada por los rayos del sol. Lancé una exclamación al aire, mientras me tapaba los ojos con las manos. Suputamadre.

Lancé otra exclamación cuando sentí algo duro golpeándome en la cabeza, más por el susto que por dolor. Parpadeé hasta enfocar la figura de Mark con un cómic en la mano, que era lo que me había golpeado. Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, pude ver que el chico estaba sonriendo, aunque con un deje de tristeza.
-Te vas a poner morenita –repuso, tendiéndome el cómic. Me levanté lentamente, tratando de apagar mis instintos homicidas. Miré lo que tenía entre las manos- es un regalo –aclaró.

Era Watchmen. Lo cogí delicadamente, y luego miré hacia Mark. Él sabía que siempre había querido tenerlo, pero era un tomo demasiado caro para mí. Sentí el familiar picor en la nariz que precedía al llanto, pero me mordí el labio inferior para contenerlo.
-No te vayas –murmuré. Él sonrió, y se encogió de hombros- no puedes irte…
-¿Por qué? –Preguntó Mark, escudriñándome con la mirada. El muy capullo esperaba que le dijera algo romántico, pero se iba a quedar con las ganas. No era el tipo de chica que decía cosas románticas.
-Porque… porque la semana que viene es la convención de cómics de aquí, te la vas a perder –repuse con rapidez mental. Mark soltó una carcajada, y luego puso una mano detrás de mis hombros, empujándome ligeramente para que caminara con él.
-¿De qué te vas a disfrazar esta vez? –Me preguntó, tratando de cambiar de tema de forma evidente.
-Aún no lo sé –respondí, sin ganas de seguir discutiendo- con este calor no tengo muchas ganas de disfrazarme de nada.

Continuamos caminando unas cuantas decenas de metros. Sabía que en cuanto me despidiera de él, no volvería a verle, como mínimo, en un mes. Era un fascista cabrón, le odiaba por haberse alistado en el ejército y abandonarnos por una causa estúpida, pero era mi amigo más preciado, no quería dejarle marchar así como así. Me acompañó hasta la puerta de mi casa -si se podía llamar casa a la residencia cochambrosa donde vivía- y en el porche, protegidos de los rayos del sol, señaló el cómic.
-No me has preguntado por qué te lo he regalado.
-Es gratis, ¿a quién le importa el motivo? –Respondí, esbozando una sonrisa que se apagó de inmediato, consciente de que, quizá, era un regalo de despedida. Mark alzó su única mano para acariciarme la coronilla, y deslizó los dedos por mi cabello.
-No voy a entrar en combate –comentó con voz queda, seguramente con la intención de consolarme. Sin embargo, no pudo evitar que sus palabras fueran acompañadas por un deje de amargura- sabes que no puedo. Necesitan apoyo en las bases, eso es todo. Me quedaré en la seguridad de la tienda, apoyando desde la distancia. Con las comunicaciones. Ya sería mala suerte que me pasara algo una segunda vez. Y sabes que yo tengo muy buena suerte.

Apoyé la frente en su pecho, cerrando los ojos. Sería muy bonito besarle ahora y todo eso, pero nosotros no éramos así. No éramos personas normales y corrientes, y desde luego no éramos una pareja normal y corriente. Para empezar, no éramos una pareja. Ni siquiera sabía si quería que lo fuéramos, y desde luego no iba a dejar que se marchara a la guerra creyendo una mentira. Me hice una imagen mental de él besando una foto mía en una camioneta desvencijada con disparos como telón de fondo, y contuve las ganas de reír. Mark me rodeó con los brazos y yo le respondí al abrazo, apretándolo contra mí, deseando con todas mis fuerzas que ocurriese algo que impidiera su marcha.
-A lo mejor podríamos vernos antes de irme, todavía queda una semana y media –comentó, resoplando para liberar su boca de mis cabellos.
-Sabes que nunca tienes tiempo –repuse, separándome de él.

Finalmente, llegó el momento del adiós. Podría decir que fue increíblemente romántico, que él cogió mi barbilla entre sus dedos y nos besamos y fundimos en un abrazo eterno. Pero no fue así. Él me acarició una mejilla y yo le propiné el amago de un puñetazo en el estómago. Reímos, nos volvimos a abrazar, y entré en la residencia, incapaz de soportar más palabras de despedida. Porque, al fin y al cabo, quizá tuviera suerte aquella vez, y no se acabara marchando. Lo que jamás podría haber llegado a imaginar eran las circunstancias en las que se cumplió mi desafortunado deseo.