Jamie

Sin embargo, una puede ser cautelosa un número determinado de días antes de que la desesperación pisotee a la paciencia. Me dolía la cabeza de haber pasado todo el día encerrada, como lo había estado los tres últimos. Daba vueltas sobre la cama, aburrida. Cogía cosas y luego las volvía a dejar en su sitio, o algunos metros más allá.
Estaba completamente desquiciada, pero cada vez que sugería en el grupo de whatsapp que podríamos salir a dar una vuelta, ponían el grito en el cielo. Claro, era fácil llamarme insensata cuando todos ellos vivían cerca entre ellos o compartían piso con su parejas, progenitores o amantes ocasionales. Yo sólo tenía la visita esporádica de señoras de la limpieza y alguna cucaracha perdida en la cocina. En verano la residencia se vaciaba, y sólo restaban dos o tres habitaciones ocupadas, la mía entre ellas, y aunque nunca había sido lo que se dice una criatura muy sociable, después de tanto tiempo también necesitaba algo de contacto humano.
Quise gritar, desesperada, antes de ponerme a hacer cálculos a la desesperada: había pasado una semana entera desde que dispararan a Jason, así que estimé que las calles serían lo suficientemente seguras como para que una chica pudiera ir al bar de la calle vecina a tomar una cerveza. Y si no lo era, no quería ni pensarlo. La necesidad de salir se anteponía a mi propia seguridad. En cualquier caso, ¿qué podía pasarme en un barrio residencial como aquel? ¿Una visita del Ku Klux Klan

Antes de que mi aterrorizada conciencia me convenciera de que salir quizás no era tan buena idea, me vestí con lo primero que encontré, -unos vaqueros ajados y una camiseta de Lobezno que llevaba tirada en un rincón un número indeterminado de días-, y me marché sin pensarlo dos veces. Era martes por la noche, así que las calles estaban relativamente vacías. Me crucé con algún vecino paseando a su perro por jardines ajenos, y a otro que sacaba la basura. Un par de coches me iluminaron al pasar y un gato callejero se me cruzó por delante.

Finalmente, y tras un corto recorrido de cinco minutos, llegué a mi destino. El Donovan O'Malley. Se trataba de un pub irlandés que llevaba allí más tiempo que casi todas las casas del barrio. Parecía sacado de algún libro que se llamara "Pubs irlandeses para Dummys", pues contaba con todos los elementos típicos con los que podía contar un pub irlandés fundado por alguien que nunca había estado en la isla esmeralda: una típica iluminación tenue, las paredes revestidas de tablones de madera nudosa y el billar y una diana para dardos al fondo. Nada más abrir la puerta me recibió la bofetada de olor a alcohol y tabaco que siempre reinaba en el ambiente, y la suela de mis zapatillas arrancaba sonidos embarazosos al suelo pegajoso. El bar estaba prácticamente vacío, excepto por una mesa con un grupo de universitarios ruidosos al fondo, y un par de personajes solitarios en la barra.

Me senté en una mesa pequeña cerca de la pared y crucé las piernas, mientras saludaba al camarero que había tras la barra. Él me indicó con un gesto que iría en seguida a tomarme nota, y asentí, para apoyarme después contra la pared. Suspiré, anticipando el sabor amargo de la Guinnes y sonriendo de satisfacción. Cerré los ojos y respiré profundamente, sintiendo que el dolor de cabeza desaparecía por momentos.

Los volví a abrir cuando los universitarios lanzaron una exclamación porque, al parecer, uno de ellos había conseguido dar en el blanco en la diana. Sonreí, contagiándome de su buen humor, y luego paseé la mirada por el local; todo caras medianamente conocidas, del barrio. Ninguno me saludó, pues nunca había sido una vecina muy sociable. Borré de inmediato mi sonrisa cuando, con pesar, recordé que uno de ellos había perdido a un hijo en el tiroteo del centro comercial y sentí un pinchazo de culpabilidad. No debería estar allí divirtiéndome cuando había gente peligrosa fuera, en la calle. El hombre me devolvió la mirada con el mismo gesto de culpabilidad, sabiendo él que no debería estar allí cuando su mujer dormía en casa bajo los efectos de los antidepresivos. Tras aquel reconocimiento mutuo, ambos desviamos la vista al instante, y decidí cambiarme de sitio, sentarme de espaldas a la barra, esperando que se me deshiciera el nudo que se me había formado a la altura del pecho.

Me froté la frente, tapándome los ojos con las manos, y me mordí el labio inferior. Si Mark estuviera aquí me habría dado un buen capón por escaparme de la seguridad de la residencia. Pero joder -pensé, mientras escuchaba la puerta del baño abrirse para cerrarse poco después- ya sería mala suerte que me pasara algo a mí también. Algo bueno tenía que esperarme, por fuerza, antes de terminar la semana.
Escuché unos pasos aproximarse hacia mi dirección y alcé la cabeza para encontrarme al tipo que, supuse, acababa de salir del baño. Lo que me llamó la atención en primera instancia es que era altísimo, jodidamente grande. Por lo menos mediría dos metros, y tenía la espalda de un toro. Su cabello rubio y brillante le caía hasta la mitad de la espalda, y su mentón estaba dibujado por unas patillas largas que no llegaban a juntarse en la barbilla. Bajo sus cejas espesas se adivinaba una mirada dura, y casi pude oír las costuras de su ropa crujir peligrosamente sobre sus músculos; iba vestido con un chaleco de piel marrón y una camiseta amarilla debajo. Avanzó pesadamente hacia la barra, donde le esperaba una jarra de cerveza a medio terminar, y se sentó sobre el taburete como si fuera un jugador de Wrestling cayendo sobre un rival. Roar.

Enderecé la espalda al instante y me deslicé los dedos por el cabello, intentando arreglar lo que ni siquiera me había molestado en peinar antes de salir. Quizá un nuevo y poderoso ligue fuera lo bueno que me deparara aquella semana. Menudo pedazo de hombre. Apoyé los codos sobre la mesa y me pellizqué ligeramente las mejillas para darles algo de color, a falta de nada mejor para resultar más atractiva. Finalmente,  con medio cuerpo girado hacia la barra, mantuve la mirada sobre él, esperando que dirigiera su vista hacia mí. Como yo suponía, debió sentirse observado, pues se giró lentamente hasta que sus ojos se cruzaron con los míos. Arqueé una ceja, sugerente, mientras esbozaba una sonrisa que yo creía atractiva, y él a cambio desvió la vista hacia mi camiseta. Ni siquiera recordaba cuál llevaba puesta hasta que él volvió a mirarme fijamente a los ojos. Y sonrió.

No fue la crueldad de su sonrisa, ni el tinte sádico de su gesto lo que me asustó. Bueno, no sólo. No, lo que hizo que de pronto se me congelara la sonrisa y se me subiera el corazón a la garganta fue que aquel tipo tenía los colmillos afilados. No como los de un vampiro. No. Como los de un lobo. 

Un nombre compuesto pasó a toda velocidad por mi mente. No, no podía ser. Sentí que la parte inferior de mi mandíbula perdía fuerza y se abría lentamente. Mi pulso comenzó a acelerarse. Él enderezó también su espalda y dejó caer las manos sobre la barra. Lentamente, como temiendo la respuesta a aquella afirmación que se había formado en mi mente, deslicé mi mirada por sus brazos musculosos hasta sus manos, cuyas uñas eran gruesas, afiladas y amarillentas. Cuando percibió que las estaba mirando, crispó las manos hasta convertirlas en gruesos puños que, por su aspecto, podrían partir una guía de teléfonos por la mitad.

Dientes de Sable.
Le di la espalda inmediatamente, mientras el corazón me latía a mil por hora. ¿Estaba loca o a quien tenía delante era el puto Dientes de Sable? Sí, no cabía duda, los dientes, las garras... Joder, ¿cómo no me había dado cuenta antes? ¿Y ahora, qué? Me había visto tirarle los tejos descaradamente. Boqueé mientras dejaba caer mis temblorosas manos sobre la mesa. Joder, le había tirado los tejos a Dientes de Sable, el puto mutante más misógino del universo Marvel.
Joder, joder. Imágenes de Zorra Plateada destripada empezaron a cruzarme por la mente, mientras una náusea comenzó a treparme por la garganta.

Siguiendo mi modus operandi habitual, mi estrecha mente no había contemplado la posibilidad de coger el móvil o la cartera antes de salir de casa. Sólo unas cuantas monedas en el bolsillo para pagar una cerveza que ya nunca tomaría, y las llaves de la residencia tintineaban en mis bolsillos. No me atreví a volver a mirar en dirección a aquel hombre aterrador, pero percibí que se había movido. Joder, había visto mi camiseta y me había sonreído. No sólo era consciente de que le habría reconocido porque conocía su mundo, sino que quería que lo hiciera. Me sonrió porque quería que le reconociera. ¿Por qué?
Coño, no me podía haber puesto la camiseta de My Little Pony aquella noche, no, me tenía que poner la del puto Lobezno.

Me levanté lentamente, apoyando las manos sobre la mesa, pues mis piernas se habían convertido en un par de barras de mantequilla, y me dirigí, con toda la tranquilidad que pude aparentar, hacia la salida trasera del bar. Tendría que dar un rodeo mayor para llegar hasta mi casa, pero Dientes de Sable se encontraba entre mí y la puerta principal, y desde luego no iba a pasar cerca de él. Cuando la puerta trasera se cerró a mi espalda apreté el paso para salir del callejón, deseando dejar atrás aquella pesadilla para siempre. Seguramente me dejaría tranquila, era sólo una chica tonta en un pueblo tonto. Una paleta. Nadie importante. No era Zorra Plateada, ni Mariko, ni Jean Grey.

Cuando por fin dejé atrás el callejón, pareció que el aire regresaba a mis pulmones y apoyé una mano en la pared. Respiré hondo, intentando que mi corazón recuperara sus pulsaciones normales. Ya está. Había salido, no me había dicho nada. Se acabó.
Pero no. De pronto, el sonido de una puerta cerrándose en el callejón me heló de pies a cabeza. Después, unos pasos pesados. De botas. Se aproximaban. No tuve que esperar a ver aquella melena rubia apareciendo por la esquina para echar a correr. Corrí sin pensar, usando toda la fuerza y potencia de mis piernas, que no era mucha, y conteniendo el aliento. Sin volverme, sin recordar escenas de cómic eternas y sangrientas. Corrí, corrí, dejé calles atrás, jardines ajenos, cubos de basura y gatos que huían ante el sonido de mis pasos. Un pinchazo de dolor me llegó desde los pulmones, pero traté de ignorarlo. Corrí hasta visualizar, con alivio, la residencia al final de la calle e incluso me llegó a pasar por la cabeza que lo había logrado, que había conseguido darle esquinazo.

Sin embargo, allí estaba él. Como un fantasma, apareció saltando extraordinariamente tras un alto seto del jardín vecino, y me interceptó el paso. Frente a mí, con tranquilidad, como si saltar casi dos metros de seto no le hubiese supuesto ningún esfuerzo. Me detuve en seco, sintiendo de pronto todo el agotamiento por aquella corta carrera. La falta de oxígeno en mis pulmones me impidió hablar, y el pánico me atenazó las piernas. Negué con la cabeza, tratando de decirle que yo… que yo no era nadie. Sólo una paleta en un pueblo insignificante. Él sonrió, mostrando de nuevo aquellos colmillos que jamás me habían causado tanto terror.
-¿Dónde vas, conejito? –Preguntó con una voz que asemejaba más un gruñido que un sonido humano- ¿Tienes prisa?

De entre mis jadeos, se escapó un gemido agudo de terror. Las piernas me temblaban como nunca, y los músculos agarrotados de mis muslos me lanzaban gritos de disgusto en forma de ráfagas de dolor, como si me golpearan con un látigo. Él se aproximó a mí, pero yo continué clavada en el suelo. Todo mi cuerpo se estremecía en temblores de puro terror. Dientes de Sable alargó una mano enorme como lo era él, con uñas largas y afiladas, y con ella asió el cuello de mi camiseta. Su contacto era tan caliente que quemaba, y tenía los nudillos cubiertos de una fina capa de vello rubio. Quise cerrar los ojos, pero éstos se negaban, manteniéndose abiertos como platos, registrando cada movimiento de aquel hombre, cada centímetro de su cara contraída de rabia y sadismo.
-Así que te gusta Lobezno  –susurró con voz ronca, mientras me rajaba la camiseta de un tirón- No va a venir a salvarte, niña. Está muy lejos ahora.


Entonces fue cuando por fin pude articular un grito de pánico.