Yumi
Un jadeo apagado rompió el silencio de la habitación. La
vela titilaba en el rincón, proyectando luces y sombras contra la pared, proyectando
el negativo de un monstruo de cuatro brazos, dos cabezas, dos cuerpos que se
retorcían y juntaban como si bailaran una danza macabra.
Dedos ágiles deshaciendo nudos, deslizando telas, mostrando
hombros distraídos, piernas delgadas y pálidas que se deslizaban sobre el
futon, apartándose; espaldas anchas, tatuajes, recuerdos verticales de batalla.
Otro gemido rompió el silencio, acompañado de una risa
floja, una risita de nerviosismo, de intimidad. Unas manos grandes y fuertes le
recorrieron la piel con una delicadeza impropia, internándose lentamente en los
más oscuros recovecos, sin prisa, acariciándolos con la dedicación y cuidado de
un artesano atento a su trabajo, pendiente de las reacciones que provocaba.
Ella alargó una mano para deslizar los dedos por el suave
cabello de él. Con delicadeza desató el lazo que lo sujetaba y este se
desparramó sobre su propio pecho, haciéndole cosquillas, enredándosele en sus
pezones, rosados y en guardia. Él se inclinó hacia adelante para atrapar uno de
aquellos pequeños nódulos y lo apretó entre los dientes, sintiendo cómo se
estremecía entre sus brazos. Su carne tierna se agitó bajo él, mientras no
dejaba de acariciarle entre las piernas con sus manos ásperas y fuertes.
La vela se consumía lentamente, arrojando sombras cada vez
más tenues y alargadas, como si en aquella pequeña habitación estuviera
atardeciendo por segunda vez para aquellos dos amantes. Pronto los jadeos y las
risas se vieron sucedidos por gemidos alargados y tímidas palabras. La mayoría,
palabras de amor.
Y cuando se acercaban al cénit, ella se incorporó para
abrazarle. Rodeó la ancha espalda del samurái con sus brazos delicados y
pálidos, y apoyó la cabeza contra su pecho, ocultando su rostro con su piel,
ocultando las lágrimas que habían comenzado a caer. Porque sabía que cuando el placer
llegaba al punto más alto, aquello estaba cercano a su fin. Aquel momento de intimidad,
la pasión, sus caricias amorosas, sus ojos impregnados de sentimientos. Porque sabía
que cuando él fuera a asearse, todo habría terminado, y volverían a ser dos
samuráis regidos por el honor.
Porque sabía que cuando el placer culminaba, podía ser la
última vez que compartieran sus emociones. Pero como un río que se desborda en
la tormenta, el placer llegó y les colmó, y ella tuvo que ocultar sus lágrimas
cuando le sintió deslizarse fuera de su interior, y sintió su cuerpo caliente y
grande alejarse del suyo.
-Voy a lavarme –le susurró. Sin prometerle que regresaría
después, pues sería una promesa que no podría cumplir. Y él siempre cumplía su
palabra.
La vela se había consumido. Ya no proyectaba ninguna luz
sobre las paredes. Había llegado la noche, y, con ella, el silencio. Ya no
había más jadeos, gemidos, ni palabras de amor. Y, como cada vez que llegaba la
noche a su vida, ella se durmió aferrándose al consuelo de que, quizá, al día
siguiente habría otro atardecer.