De nuevo, tras aquella inyección, Claudia se sumió en
el mundo de los sueños. El que le embargó aquella vez era mucho más pesado que
el sopor intermitente interrumpido por pesadillas y dolor de hacía unas horas. Se
dejó llevar por la nube de oscuridad y silencio que le produjo la droga que le
habían inyectado, dejándose caer, hundiéndose,
en aquella reconfortante sensación de letargo. Casi esbozó una sonrisa al
cerrar los ojos, mientras veía la espalda de aquel anciano desaparecer por la
puerta del fondo. Ni siquiera había visto cómo había salido de la jaula. Puede que
se materializara al otro lado.
Las rejas de su peculiar prisión ondulaban como si las viera
a través de un calor desértico, y el serrín del suelo parecía ahora un cómodo
sofá de último diseño. La joven se dejó caer al mundo de los sueños, pues,
reconoció, se estaba flipando un poco con la medicación.
No regresó al estado de vigilia sino unas cuantas horas más
tarde. Oía vagamente unas voces lejanas, ahogadas. A Claudia le pareció que hablaban
como los adultos en los dibujos de Snoopy, como si se hubieran tragado un
trombón. Frunció el ceño. ¿Es que no se callaban nunca? A pesar de la sensación
de sopor y mareo general, no pudo volver a dormirse. En lugar de aquello, fue
siendo cada vez más consciente de sí misma y de su entorno. Se dio cuenta, por
ejemplo, de que estaba tumbada boca arriba sobre una superficie metálica y
fría, y esta se encontraba en movimiento. Se le erizó el vello de los brazos al
recordar aquellas camillas para cadáveres que hay en los hospitales. Ella no
era un cadáver. Trató de aferrarse a esa idea mientras continuaba analizando su
entorno, a pesar de la sensación de que le habían vaciado la cabeza como quien
vacía el corazón de una manzana o un melón.
Estaba siendo conducida a alguna parte sobre una camilla
metálica. Poco a poco, las voces que al principio sonaban amortiguadas, como si
la joven tuviera la cabeza metida dentro del agua, comenzaron a aclararse. Hablaban
en inglés. Eran dos hombres, pero le costaba distinguirles pues su voz sonaba
prácticamente igual, ruda y enroncada por el tabaco. Comentaban un partido de
béisbol que había tenido lugar la semana pasada. Claudia trató de abrir los
ojos, pero sus párpados aún parecían hechos de plomo o algún otro tipo de
material pesado. Suspiró involuntariamente, y los hombres que, al parecer, la
trasladaban, se quedaron en silencio.
Unos dedos fríos le rozaron el cuello y le apretaron en un
punto debajo de la mandíbula. Otros, le abrieron un ojo con poca delicadeza y
antes de que la chica pudiera enfocar la visión, un cegador rayo de luz
amarilla le redujo la pupila al tamaño del ojo de una aguja.
-Se ha despertado –le dijo uno al otro.
-Se supone que tenía que durar hasta que llegásemos.
-Espera, tengo algo.
Antes de que la muchacha pudiera saber qué era aquello que
tenía uno de los camilleros, sintió un pinchazo en el cuello, una aguja que
parecía que se le clavaba en la misma garganta, y después, otra vez aquella
familiar sensación de hundirse en un líquido espeso y confortable. Al cabo de
unos segundos los camilleros volvieron a hablar como si tuvieran trombones en
lugar de bocas.
…
El silencio de
la noche era sólo roto por el sonido de los coyotes que rodeaban la colina en
la que se encontraba el motel. El cartel de neón con la inequívoca palabra Motel brillaba intermitentemente en
medio de la noche, señalando el único punto de descanso en muchos quilómetros a
la redonda.
Era un lugar tranquilo, lo suficientemente tranquilo para
que nadie te molestara si querías proceder a hacer un trabajo fuera de la ley.
Ya pasaban dos horas de la hora a la que habían quedado, el
cainita fumaba un cigarro tras otro, estaba demasiado nervioso. Deambulaba por el parking del lugar esperando que el hombre con el que había contactado
apareciese. En su cadera notaba el cañón de la pistola y acariciaba con los
dedos la culata para asegurarse de que todavía estaba allí.
Su ghoul llevaba ya dos días desaparecida y se estaba
demorando demasiado en encontrarla. Necesitaba llegar a la otra punta del país
y para hacerlo tenía que coger algún tipo de transporte aéreo, pero el viaje
era largo y él no podía viajar durante el día. Ni durante la noche, en
realidad, estaba fichado como terrorista en todos los aeropuertos del mundo.
Gruñó, mientras tiraba la colilla consumida al suelo y se
encendía otra nueva. El vampiro empezó a divagar, pensando dónde habrían
llevado a Claudia. Es cierto que a veces le resultaba molesta, pero se había
acostumbrado a su pequeña molestia, a encontrársela por la noche nada más
levantarse, a mediar con el humor de la mortal, a rescatarla cuando estaba en
peligro. Siempre que la rescataba le miraba con esos ojos grises profundos,
esos ojos que parecían decirle que la chica se había metido en aquel problema
para que su caballero de brillante armadura la cogiera entre sus brazos en
medio de un tiroteo y la apretara contra su pecho. Porque, aunque
ella no necesitaba que la protegieran, siempre parecía querer que Yasshiff lo
hiciera. Aunque él era lo jodidamente más alejado de un caballero de brillante
armadura.
Yasshiff notó que algo se movía tras de sí, las sombras se
juntaban en un amasijo dando forma a lo que parecía la silueta de un hombre. El
árabe dio un respingo. Maldición, se había dejado llevar demasiado por los
recuerdos y había bajado la guardia. Sin embargo, era su contacto. Deslizó la
mano por la culata de la pistola y luego puso la camisa sobre ella,
ocultándola.
-La cita era hace dos horas -disimuló.
-No eres la única persona que requiere mis servicios -la voz
parecía provenir de cada sombra del lugar, proyectándose hacia donde se
encontraba el cainita. Las sombras bailaban a su alrededor en una danza
siniestra.
-Bien ¿tienes lo que quería? -Yasshiff se impacientaba,
hacía mucho tiempo que no trataba con el Sabbath, demasiado tiempo. La sombra,
como toda respuesta sacó de la nada un pequeño sobre amarillo.
-Aquí esta lo que buscas, pero sabes que esto no es gratis
-dijo- A partir de ahora me deberás un gran favor y espero que sepas que
tendrás que pagarlo algún día.
Yasshiff resopló. Odiaba deberle algo a alguien y más a
esa sucia secta, pero eran los únicos que podían darle la información y
documentación que buscaba.
-Sí, está claro -dijo el cainita.
-A quien buscas es al Restaurador, donde esté él, estará lo
que buscas -explicó la sombra- debes tener buenos motivos para venir a suplicarme
a mí, debe tener algo tuyo muy importante. –Yasshiff lo miró con un odio
animal, como si lo hubiera herido en lo más profundo.
-Adiós –El caitiff se dio media vuelta, dando por zanjada la
conversación.
No quería estar ni un minuto más del necesario en aquel
lugar con esa persona. La mayoría de sombras se disiparon al momento pero Yasshiff
no se fijó, miraba el sobre con detenimiento, ahí era donde tenía que ir. Ahí
estaba ella.
Abrió la carta con el pulso más alterado de lo que querría.
Echó una mirada a su alrededor, esperando que aquel vampiro mezquino hubiese
desaparecido realmente; acto seguido hinchó el pecho y rasgó la obertura del
sobre, soltando todo el aire cuando introdujo la mano dentro de él. Con cuidado
apresó unas cuantas hojas sueltas entre el dedo índice y corazón y las extrajo
lentamente. Una era una especie de dossier con una fotografía en blanco y negro
de un hombre anciano, con cabello escaso y gafas de aumento. Le reconoció, era
el hijo puta que había hecho los dardos con los que habían querido cazar a su
ghoul.
Echó una ojeada rápida al papel y lo volvió, mirando el
resto. Había una partida de nacimiento falsa, con un nombre nuevo, Muhammad
Abbabis. Metió de nuevo la mano en el sobre y encontró un pasaporte al mismo
nombre y un permiso de conducir. Palpó el bolsillo trasero de sus tejanos y
sacó la cartera para meter dentro la nueva documentación. Deslizó el dedo
pulgar sobre una foto de carné de Claudia cubierta por un plástico protector. Siempre
llevaba una encima para situaciones así, nuevas identidades y carnés falsos.
Resopló.
Investigó el resto de la documentación. Eran los últimos
domicilios conocidos de aquel hombre al que habían llamado El Restaurador.
Yasshiff escudriñó su fotografía impresa en el papel hasta que cada uno de sus
rasgos se grabaron a fuego en su cerebro. Sacó los colmillos en un gesto
instintivo. Aprovecha lo que estés haciendo ahora, cabrón. Será lo último que
hagas en tu puta vida.