Ahote se revolvía nervioso sobre las hojas del suelo. No había
podido dormir las últimas noches, pues notaba en toda las fibras de su ser que
algo se avecinaba, y no era bueno. Aunque, ¿qué coño era bueno en aquel lugar
del demonio?
Como apoyando su pensamiento, alzó una mano para señalar de
forma vaga su precario entorno. A su alrededor sólo había árboles y algunos
matojos, aún húmedos del falso rocío con el que lo regaban cada amanecer. Ahote
ya había aprendido a despertarse antes de que los aspersores comenzaran a
chirriar y lanzar potentes chorros de agua sobre él, y escalaba a un robusto
sauce que había tomado como su hogar temporal. Normalmente no le gustaba trepar
a los árboles, no era buen escalador, pero en aquel lugar tampoco le quedaba
otra opción.
Sin embargo, hacía rato que el sonido de los aspersores se
había apagado y el muchacho había descendido del árbol para tumbarse sobre el
improvisado nido que había construido sobre el suelo. Hecho de ramas caídas y
hojas secas, le recordó a los nidos de gorilas que había visto en un documental
cuando era niño. Tumbado en su rudimentaria cama, miró hacia arriba y se
enfureció al ver todas aquellas estrellas falsas, luces de neón sobre un fondo negro
que se reían de él, recordándole su absurdo cautiverio.
Ahote había sido capturado hacía casi dos meses, en mitad
del bosque. Había salido a rastrear una presa, un oso pardo que ponía en
peligro a los cachorros de su manada desde que había deshelado tempranamente. El
oso estaba desconcertado y, creía Ahote, preñado. O sea, preñada. Sin duda era
un espécimen destinado a morir. En Alaska los inviernos eran fríos y crueles, y
si uno no podía cuidar de sí mismo…
Aquel día, en el bosque, había una tranquilidad inusual. Los
pájaros habían dejado de cantar y los roedores, las ardillas, se habían
ocultado en sus escondrijos, aunque a la mayoría ya se les hubiesen acabado las
provisiones invernales. Ahote no lo percibió. Era un cazador aguerrido, de ello
no había duda. El muchacho esbozó una sonrisa socarrona al evocar el recuerdo. Simplemente
había estado demasiado ensimismado. Estaba por comenzar la temporada de celo y
el olor penetrante de las hembras le estaba empezando a aturdir. No dudaba que
aquel año iba a ser su año, iba a…
Pero antes de que se diera cuenta, un olor diferente, a
podredumbre, a muerte, a maldad pura, inundó el aire. El muchacho trató de
defenderse, pero era tarde. Un dardo se le clavó en el cuello, y después otro
en una nalga. En cuestión de segundos cayó al suelo envuelto en una neblina de
la que era incapaz de salir, incluso a pesar de sus increíbles dotes como guía.
Cuando despertó, lo hizo metido dentro de aquel bosque
falso. Estaba rodeado por todas partes de cristal y sólo gracias a sus sentidos
agudizados pudo encontrar una trampilla al fondo de su jaula que sólo se abría
durante una hora al día. Le llevaba hacia un diminuto sótano con una letrina y
nada más. Tenía una hora al día para hacer sus necesidades, aunque la mayoría
de las veces simplemente se descargaba contra un árbol, como habían hecho sus
ancestros desde que la Diosa Tierra los pusiera cada uno en su lugar.
Recordando, Ahote comenzaba a quedarse dormido, entrelazando
los recuerdos verdaderos con los sueños. Tanto era así, que cuando escuchó un
ruido al final de la sala lo asoció con el sueño que había tenido últimamente:
una mujer de cuyo vientre salía el enorme abdomen de araña venenosa y numerosas
patas, tejía una red tan espesa que le envolvía por completo y no le dejaba
respirar. El muchacho jadeó cuando abrió los ojos, y luego sintió que se le
erizaba por completo el vello de todo el cuerpo. Sin dudar, cambió de forma. Sus
miembros moldeados y fuertes se transformaron en los músculos de una bestia
innombrable; donde antes había habido una piel morena y atractiva ahora se
extendía un espeso pelaje marrón y blanco. Ahote comenzó a gruñir hacia la puerta
que veía a través del terrario, por donde sabía que, de un momento a otro,
haría aparición alguna persona.
Vivía en una especie de pecera gigante, una morbosa
recreación de lo que algún snob cosmopolita pensaba que era el bosque que
cubría buena parte de Canadá y Alaska. El cristal, que, para su frustración, lo
reflejaba todo menos a sí mismo, se extendía veinte metros hacia los lados y
hacia atrás en un cuadrado casi perfecto. Frente a él había una enorme sala
vacía, sólo amueblada con un cartel explicativo frente a la vitrina donde él
vivía, y una enorme puerta de madera doble al final de la sala. El suelo, al contrario
que la biomasa que se extendía bajo los pies del enorme lobo, era de un mármol
resplandeciente y blanco, y las paredes estaban cubiertas de estucado
veneciano. A un lado de la puerta había un enorme cuadro con la fotografía de
un lobo, parecía una portada de alguna revista de naturaleza. Al otro lado, un
bosque. El resto de la enorme sala de museo la constituían otras dos vidrieras,
decoradas de forma diferente, a cada lado de la suya.
Al principio Ahote pensó que estarían dedicadas a otros
hombres lobo como él, pero con el paso de los días cambió de parecer, conforme
llegaban los obreros por la mañana y comenzaban a construirlas por dentro. La de
su izquierda había terminado siendo un suave prado con un enorme sauce llorón
cuyas raíces se hundían en un tímido río con una diminuta cascada que el
muchacho podía oír cuando todo estaba en absoluto silencio. Sabía, porque les
había visto construirlo, que en aquel caso el inodoro lo habían instalado en el
interior del viejo árbol, y que sólo había que estirar de determinada rama para
abrirlo. Aunque, sospechaba, sólo podría utilizarse durante una hora al día. El
riachuelo terminaba en un pequeño estanque de no más de un metro de
profundidad, y dos metros de ancho. El otro lado de la jaula, el que estaba más
próximo a él, se encontraba cubierto de flores silvestres a cada cual más
alegre y colorida.
La otra jaula aún estaba en construcción, pero Ahote
sospechaba que se trataba de una especie de mazmorra. Se estremeció imaginando
qué clase de criatura podrían llevar allí. Así pues, no era de extrañar que el
muchacho hubiese recurrido a la forma más mortífera y aterradora de un hombre
lobo, una bestia de más de dos metros cuyos colmillos eran del tamaño del dedo
índice de un hombre adulto. Y a pesar de que rugió con todas sus fuerzas cuando
la puerta del fondo se abrió, los camilleros hicieron caso omiso de él y
entraron una camilla con una figura humana encima.
Era una mujer. Una muchacha, más bien. Ahote percibió en
ella el olor de la putrefacción y la maldad y rugió aún más fuerte. ¿Habían
llevado allí a una vampiresa? ¿Por qué? Cuando pasaron frente a él pudo verla
mejor. Rondaría la veintena, como él. Tenía los ojos cerrados y la boca
entreabierta. Su nariz era alargada, y uno de los lóbulos estaba decorado con
un arete plateado. No parecía muy alta, pero era estilizada. El hombre lobo
repasó con los ojos la curva de su clavícula mientras pudo verla. La muchacha
llevaba el cabello muy corto y despeinado, de color castaño, e iba vestida con
un suave y vaporoso vestido de algodón blanco. Era de tirantes y un poco
transparente. A través de la tela pudo distinguir sus pezones oscuros, a pesar
de la distancia. Esperaba que al menos hubiesen sido compasivos con ella y le
hubiesen dejado las bragas puestas, cosa que no le habían concedido a él. Y como
él, ella también iba descalza.
Gruñó mientras observaba cómo la alzaban en una especie de
grúa para hacerla ascender hasta el borde superior del terrario decorado como
un prado, ahora abierto. Una vez estuvo dentro de aquella representación
bucólica, la hicieron descender hasta que tocó el suelo. Los arneses se
soltaron y cerraron el techo para ella. La chica quedó tendida sobre el suelo,
con el vestido ondeando levemente por una brisa falsa. Los camilleros no
dirigieron ni una sencilla mirada a Ahote cuando recogieron los arneses y la
camilla metálica y abandonaron la sala. Ahote avanzó hacia el extremo izquierdo
de su terrario para observar a la muchacha, y casi tuvo que taparse el hocico
con las garras para evitar el olor putrefacto de los vampiros. Lo odiaba, dios,
todo su cuerpo luchaba contra las ganas primitivas que tenía de saltar sobre
aquella chica y destrozarle la garganta de un mordisco.
Sin embargo, al cabo de unos minutos percibió algo diferente.
La observó más detenidamente. Ella respiraba. ¿Estaba viva? Desconcertado, sus
enormes músculos se convirtieron en las ágiles y alargadas patas de un lobo
común y se sentó sobre sus cuartos traseros, olisqueando el aire a su
alrededor. Lanzó un quejido lastimero. Sí, olía a porquería muerta, pero había
algo más. ¿Qué cojones…?