Inés
La garganta de Inés latía débilmente. Con la cabeza apoyada
sobre la mesa, y el resto del cuerpo vagamente sentado en una silla, le
sobrevenían ráfagas de temblores de un frío tan profundo que le castañeaban los
dientes. Abrió los ojos y vio a su padre tirado en el suelo, un poco más allá. No
le costó reconocer que no sentía ninguna pena por él, ni su corazón se vio
apesadumbrado por la pérdida de su padre. No le había querido, así como él no
le había querido a ella.
Una lágrima temblorosa le resbaló por la mejilla, mientras
cerraba de nuevo los ojos. Iba a morir sin haber conocido la sensación de ser
amada por nadie. Trece años de una existencia miserable, la existencia más
miserable sobre la faz de la tierra.
El bullicio de la fiesta a su alrededor comenzó a quedar
amortiguado en sus oídos, como si tuviera la cabeza metida dentro del agua. Se moría,
y frente a sus ojos ciegos comenzaba a surgir, como en una tormenta silenciosa,
el color blanco. Ese color que odiaba, pues estaba presente en todo su cuerpo,
había surgido tras sus párpados y parecía que la envolvía en un sudario,
metiéndosele por la boca, entreabierta, que aún exhalaba débiles suspiros, y
por los oídos, acallando cualquier otro sonido.
Y de esta manera, zambullida en aquel blanco mortal, dejó de
ser consciente de su propio cuerpo, de su sangre caliente resbalando por su cuello,
de la dura mesa bajo ella, de la fiesta a su alrededor que se congratulaba por
su muerte, que literalmente se alimentaba de ella.
Y así comenzó a caer sin freno hacia una serenidad que jamás
había conocido antes. Hacia una calma que comenzó a anhelar sin conocerla. Si aquello
era morir, pensó, ahora se arrepentía de todos aquellos días de tristeza y
soledad, esperando por una vida mejor. Se arrepentía de toda aquella noche,
aferrándose con terror a una vida ingrata. Al fin y al cabo, era como sentirse inducida
a un sueño reparador que le prometía alivio y descanso, silencio y calma.
Por primera vez en su vida, se sintió feliz, sin atisbo de
miedo o soledad. Se zambulló de lleno en aquel silencio frío y cuando por fin
pudo rozar la paz con los dedos, sintió algo caliente y amargo en la boca, y
algo dentro de ella, algo más primitivo que su consciencia cansada, se aferró a
aquel elixir que le renovaba las fuerzas.
Antes de que se diera cuenta tuvo que luchar contra una rabia
nueva nacida de su interior, y de su boca chorreando la sangre de un
desconocido, surgió un rugido que arrancó de golpe cualquier silencio apacible
que hubiera embargado su alma. Y antes de abrir los ojos, sabiendo que, de
alguna manera, le habían devuelto la vida, supo que desde entonces tendría que
luchar todos los días para encontrar de nuevo aquella calma, aquel silencio del
alma, sin encontrarlo jamás.