Inés
Nunca supo por qué sus manos, tan
negras por arriba, tenían la palma blanca y rosada. Los ancianos de su tribu,
antes de la llegada del hombre blanco, narraban que sus antepasados habían sido
bestias mitad animales, y como tales atravesaron las largas llanuras del
mundo a cuatro patas, persiguiendo a sus enemigos y huyendo de la ira de los
dioses. Y ese era el motivo por el que sus descendientes no poseían
pigmentación en manos y pies, porque las frenéticas carreras por la tierra
habían arrancado el color de estas.
Al menos, eso se decía en su tribu.
De niño aquella seña racial había sido motivo
de orgullo; sus antepasados habían sido tan fuertes y rápidos que consiguieron alterar su fisionomía. Pero desde que el hombre blanco llegó a su
tribu, había llegado a odiar aquellas manos negras y blancas, como había llegado a odiar
todo lo que le diferenciaba del hombre blanco.
Y mientras no podía abandonar su odio por su
propia piel, había llegado a amar la nívea piel de su ama. Inés, cuyo cutis
poseía una blancura que casi hacía daño a la vista. Y Tafari, presa de la
adoración, con el corazón corriendo en su pecho con la fuerza de sus ancestros,
se introducía en secreto en las habitaciones privadas de su ama, mientras esta
dormía en letargo, y allí se sentaba sobre la alfombra para admirarla de cerca.
Temblando, alargaba su mano bicolor para acariciar la de la joven, recorriendo con
sus dedos los largos ríos de venas azuladas que surcaban el interior de la
dermis de Inés.
Era su pequeño secreto, un secreto que jamás
se atrevería a revelar.
Con el paso de los años, de los siglos, había
llegado a comprender por qué Inés, una Diosa todopoderosa, compró a
alguien como él. Al principio pensó que era por su fuerza, pero Inés se había
revelado como una joven sorprendentemente fuerte, probablemente como parte de
sus poderes sobrenaturales. Después, pensó en el aspecto amenazador que poseía
él mismo: negro como el tizón, grande, imponente, con un ojo de cristal y una
expresión fiera. Pero tampoco era eso; Inés podía manipular las sombras
alrededor de los mortales hasta hacerles caer en la locura.
No, no era por la gente; no era por la
impresión que podrían causar a los demás. Lo había comprado… por ella. Porque, había
llegado a comprender su guardaespaldas, Inés era la persona más solitaria del
mundo. Y aunque nunca admitía más contacto entre ellos que el que había cuando
le estrechaba las lazadas del corsé o le abrochaba una gargantilla al cuello,
Inés deseaba con toda su alma sentir que alguien la amaba, la necesitaba, la
adoraba.
Y así, dado que estaba prohibido tocarla,
Tafari se arriesgaba a unos soberbios latigazos para colarse en su habitación
todas las noches, y acariciarle la piel, para que las albas manos de Inés se
sintieran protegidas, cubiertas, y amadas por las manos blancas y negras de
Tafari.