El
corazón le iba a mil. Le resonaba tan fuerte dentro del pecho que, aunque
aborrecía aquellos clichés, ciertamente llegó a pensar que podría morir
infartada de un momento a otro. Desorientada, observó a Andrei abandonar la
estancia cerrando la puerta tras de sí, mientras ella, sobre la cama, trataba
de ubicarse de nuevo sobre el planeta tierra.
¿Qué
había sucedido?
No,
en serio.
¿Qué?
Con
el corazón vibrándole en el pecho con la cadencia rítmica de un colibrí hasta
arriba de LSD, Anne Marie bajó lentamente la mirada, descubriendo, sorprendida,
el temblor frenético de sus propias manos. Habían estado temblando antes, sí,
pero ahora ya no estaba muy segura de por qué. Al principio, había sido la
visita del doctor. Le habían comunicado que estaba rechazando el pulmón del
donante y que tendrían que volver a operarla. Anne Marie estaba acostumbrada a
los hospitales, las inyecciones, revisiones médicas y los tratamientos
postoperatorios. Pero aborrecía las intervenciones. Con su débil corazón, cada
vez que se tumbaba sobre una camilla imaginaba que estaba poniendo su vida
sobre el borde de un acantilado, y que si respiraba demasiado fuerte dentro de
la mascarilla de oxígeno, la mera fuerza de su aliento la empujaría al vacío.
Era jugar con la muerte.
Pero,
como leía en la mente de los médicos cuando le explicaban los procedimientos,
sabía que no tenía alternativa. Su vida era jugar a la ruleta rusa con el
cargador al completo.
Por
eso había llorado. Había estado llorando casi una hora, mirando al vacío, tan
desolada, tan frustrada consigo misma y con la vida que ni siquiera había
sentido la necesidad de arrojarse sobre la almohada de forma dramática.
Simplemente se había sentado al borde de la cama, observando el entramado de la
mosquitera que protegía la ventana, con un reguero de lágrimas silenciosas
recorriéndole las mejillas, y un sollozo esporádico como toda banda sonora.
Fue
entonces cuando Andrei le escribió un mensaje.
Anne
Marie no fue lo suficientemente rápida escribiendo, y antes de que el mensaje
disuasorio llegara a su destinatario, Andrei ya estaba abriendo la puerta.
-¿Estás
llorando? -Le preguntó, apenas entró en la habitación. Anne Marie no lloraba
nunca, y no pudo más que sentirse absolutamente sorprendido por encontrarla
ahí, empequeñecida y enrojecida como un animalillo salvaje.
-No
-aunque era evidente que mentía, la joven intentó salvar el orgullo. Ella no
lloraba nunca, y mucho menos delante del soldado.
El
hombre se sentó junto a ella en la cama. Tampoco tenía buenas noticias. Los
experimentos a los que le habían sometido gran parte de su vida le habían
mejorado la potencia física y la regeneración celular, pero le habían dejado
tocado el sistema nervioso.
Fue
entonces, cuando Andrei alargó los brazos hacia ella, cuando por fin se abandonó
a su desolación, se encaramó de rodillas sobre la colcha azul y se dejó
envolver por su abrazo. Enterró la nariz en la curva de su cuello, disfrutando
de la reparadora sensación de su piel cálida envolviéndola como el primer día
de sol tras el invierno. Lloró unos minutos sobre su hombro, mientras él le
susurraba palabras de calma. A veces en su idioma, y a veces con la cadencia
siseante del cirílico.
Y
después… sucedió.
Dios,
ojalá recordara exactamente qué sucedió.
Ella
cambió de postura. O quizá él. Pero de pronto la joven se encontró apoyando la
frente sobre la de él, mirándole a los ojos. En una situación que sólo puede
tener dos desenlaces. Y con las manos frías de pura ansiedad y la respiración
temblando, Anne Marie evitó el beso volviendo a apoyar la mejilla sobre el
hombro de Andrei. Fue entonces cuando, con el mazazo de una revelación, la
psíquica se dio cuenta de que ella había deseado ese beso. Pero lo había
evitado porque pensaba que él no compartiría aquel deseo. Que haberlo llevado más allá habría provocado un doloroso rechazo, o una humillante charla de "algún día encontrarás a alguien".
Pero...
¿Y si no? ¿Había sido un movimiento
intencionado? ¿Aquel abrazo, un contacto inusual entre ellos, había potenciado
algún tipo de sentimiento, por mínimo que fuera, que albergara Andrei en su
corazón? ¿O un simple deseo sexual motivado por la soledad, la tristeza, la
incomprensión…?
Con
la mente en llamas, los ojos cerrados, el entendimiento enturbiado y, como protagonista absoluta, la abrumante sensación de estar perdiendo el control, Anne Marie
alzó lentamente la cabeza, regresando a la posición anterior, y alargó el
cuello, sintiendo casi de inmediato un suave roce en su labio superior. ¿El
labio de él, quizás?
Después…
¿Qué pasó después?
La joven sólo
conseguía recordar el aliento agitado de ambos, compartiendo durante unos
segundos un espacio tan estrecho que casi podían saborearse mutuamente; la sensación de que ambos, prácticamente enlazados aún en aquel abrazo, estaban conteniendo una tensión que no sabían si llevar más allá. El hormigueo en su labio, aún caliente por aquel efímero contacto. Su corazón palpitando
tan rápido que se le iba a salir del pecho. Y silencio.
Y
de pronto, como si el cinematógrafo hubiese empalmado el celuloide de una
película con otra toma completamente diferente, Andrei le sonreía desde la
puerta, despidiéndose.
Y
Anne Marie, que aún trataba de recordar sus líneas de la escena anterior,
asentía con la cabeza. Ya sin lágrimas. Ya sin recordar siquiera que apenas
hacía unos segundos que se creía morir. Con las manos frías, las piernas
temblando y el corazón volando a millones de quilómetros de distancia, fue
entonces cuando se arrojó dramáticamente contra la almohada.