Jamie

Desde mi rincón, observé cómo Ethan, Mark y Hoydt ayudaban a Calibán a entrar en el coche, aun con miradas de desconfianza, y, tras encerrarle dentro, se alejaban algunos pasos con la intención de intercambiar unas cuantas palabras de forma discreta.
-Quiero que quede bien claro –comentó Mark. Tuve que agudizar el oído para escucharle- le dispararé sin dudarlo, ¿de acuerdo?
-Me parece justo –comentó Hoydt- pero antes de hacerlo deja que nosotros juzguemos la situación.

Me apoyé contra el muro, tratando de asimilar lo que acababa de ver. ¿Calibán ahora era Venom, o qué cojones estaba pasando? Me froté las palmas húmedas de las manos contra el pantalón y me dispuse a salir al encuentro de mis amigos. En esos microsegundos había llegado a la sabia conclusión de que si había simbiontes por ahí, por nada del mundo quería seguir paseando sola. Sin embargo, un ruido que venía de la otra punta de la casa en cuyo muro me estaba ocultando me detuvo. Me agaché por acto reflejo mientras escuchaba, con pánico, cómo mis amigos se metían en el coche y arrancaban.

Quise salir corriendo y gritarles que me recogieran, pero había movimiento en el jardín trasero. ¿Qué podía hacer? Si me movía, quizá me vieran. Y desde luego, si salía corriendo y gritando, no sólo me verían a mí, sino también a mis compañeros. Así pues, escuché con auténtica desesperación cómo el coche se perdía al final de la calle, y yo me quedé quieta, esperando.

Cuando los sonidos se hicieron más evidentes, me moví lentamente a lo largo del muro exterior, ocultándome tras enormes montones de ladrillos derruidos. Esquivé una tubería rota de la que salía agua a borbotones y después avancé a grandes zancadas para ocultarme tras el muro de la cocina, que inexplicablemente aún seguía en pie. Escuchaba pasos y una conversación. Vale, eran humanos.  Joder, ¿y qué iban a ser si no? Menuda conclusión de mierda. Agachada, gateé hasta la ventana que había sobre un fregadero ennegrecido por el humo y me asomé ligeramente.

De inmediato divisé a un grupo de tres personas saliendo de un agujero en el jardín, donde supuse que antes habría estado la puerta del sótano. Con ellos transportaban herramientas, como motosierras y hachas; y cuando pusieron los pies sobre la hierba, las dejaron caer sobre ella, resoplando por el esfuerzo. Dos de ellos llevaban la cabeza completamente rapada, y sólo uno se peinaba algo de cabello rubio en una patética honda que le caía sobre la frente.

Les conocía: eran los neonazis del pueblo, un grupito patético que se envalentonaba con un par de cervezas los días de fiesta y se encargaba de amargarle la noche a quien se topara con ellos. Habían roto el cristal de la tienda de cómics varias veces, con sus correspondientes pintadas alusivas a la sexualidad del dueño del local. Resoplé. ¿Neonazis? Me jugaría tres dedos de una mano a que sólo cogerían Mein Kampf para calzar la pata de una mesa coja. ¿Qué diantre estaban haciendo allí? 

Repartieron todas las herramientas dentro de un par de bolsas de deporte, y comenzaron a cargarlas. ¿Eran tan patéticos que se dedicaban a desvalijar las casas atacadas? Sólo los miserables se aprovechaban de la desgracia ajena para enriquecerse. Casi agradecí que Venom hubiese elegido a Calibán como huésped, en lugar de a alguno de aquellos tres.
-¿Qué hora es? –Uno de los que llevaba la cabeza rapada miraba nerviosamente a su alrededor. Llevaba una esvástica tatuada en el cuello, y una chaqueta de cuero con la bandera alemana bordada en un hombro.
-¿Qué te importa? –Repuso el de la honda rubia. Adiviné que su peinado había sido el último grito en 1940, cuando Hitler lo puso de moda. Llevaba un bate de béisbol abollado en una mano, y una de las bolsas de deporte en la otra.

El otro patán, increíblemente gordo, reía tontamente mientras cargaba otro par de bolsas.
-Nos está esperando ¿no? –Respondió el del tatuaje en el cuello, dirigiéndose a la salida trasera de la casa. ¿Esperando?
-¿Y qué te importa? –Repitió el rubito.
-Mira, Todd ¿no llevamos tanto tiempo detrás de conseguir un líder? Ese tío sabe. Ese tipo… es la polla. Me dijo que conoció a Hitler.
-¿Te lo dijo él? –Preguntó el gordo, arrastrando las palabras, como si estuviera borracho. Pero le conocía, habíamos ido al mismo instituto. No estaba borracho, es que era así de lento, el gilipollas.
-Bueno, no. Él no. Sabes que no le gusta hablar con nosotros.
-¿Lo ves? No nos considera “dignos” –Todd cargó el peso de las bolsas sobre su hombro y abrió la puerta trasera- ¿qué se habrá creído?
-Mira, Todd –el del tatuaje se le encaró, mosqueado- es nuestra oportunidad, ¿vale? Mira todo lo que está pasando en el pueblo. Si tenemos suerte estaremos del bando ganador, pero tenemos que aceptar todo lo que él nos diga: incluido conseguir todas las clases de armas que encontremos. Y ahora, vámonos. Íbamos a encontrarnos con él a la hora de comer.

Les vi desaparecer tras la puerta del jardín, que colgaba patéticamente de los goznes, mientras toda la información corría en mi cerebro. ¿Los neonazis del pueblo se habían aliado con los supervillanos? ¿Cómo lo habían conseguido? ¿Tenían un radar para reclutar gente tonta o qué? Mientras me ponía en marcha para seguirles todo lo sigilosamente que pude, recordé una parte de la conversación. Estaban con alguien que conoció a Hitler. Claro, Cráneo Rojo. Joder, Jamie, estás lenta. Cómo no se me había ocurrido antes. Pero incluso para Cráneo Rojo era insólito haber consentido que ese trío de patanes se le uniera. Bueno, tenía sentido. Tenía sentido si lo que quería era simples peones, carne de cañón.

Cuando calculé que se habrían alejado lo suficiente, corrí agachada hacia la maltrecha puerta por donde habían desaparecido y me deslicé por el estrecho hueco que habían dejado entreabierto, con la intención de no agitar el poste inclinado que luchaba por sostenerla. En seguida les localicé a lo lejos y les seguí aún inclinada hacia adelante, tratando de no chocar contra ningún cascote derruido ni tropezar con las raíces de algún árbol arrancado. La residencia de ancianos no estaba lejos, así que sólo tuve que mantenerme a una distancia prudencial de ellos, lo suficientemente cerca para verlos pero lo bastante lejos como para que no me oyesen si cometía algún error.

Se detuvieron para entrar en algunas casas más, y, mientras, yo les esperaba agazapada contra el muro de la casa vecina, o detrás de algún seto. Tenía los nervios a flor de piel, y cada vez estaba más impaciente. Mientras yo seguía a aquella pandilla de imbéciles, mis amigos ya habrían llegado con el coche, y estarían revisando la residencia, habrían entrado a hacer algo... Pero si estuviesen metidos en alguna clase de problemas, algo se oiría, ¿no?

Tras unos diez minutos el trío de idiotas salió de nuevo y emprendieron la marcha. Ya veía el geriátrico a lo lejos. Mi corazón volvió a bombear con fuerza cuando me di cuenta de que no tenía ni idea de lo que haría una vez llegara. ¿Entrar por la puerta grande? ¿Colarme por una ventana? ¿Buscar a los míos?
Pensar me hizo perder la concentración y pateé una piedra en un descuido. Los nazis se volvieron rápidamente, mientras yo sólo atiné a ocultarme tras un árbol. Joder, me habían visto de pleno.
-¿Quién coño eres tú? –Preguntó el tipo gordo. Bob… recordé que se llamaba Bob.
-Mirad, tenemos fans. ¿Por qué no vienes aquí, nena, y nos acompañas? –Preguntó el rubito, Todd.

Cerré los ojos, todavía con la espalda apoyada contra el tronco del árbol. Quizá se estaban tirando un farol, quizá no sabían qué habían visto exactamente. Quizá el tronco de aquel árbol sí era lo bastante grande para cubrirme entera. Escuché unos pasos que venían en mi dirección. Mierda, Jamie, tienes que empezar a pensar algo, y un poco más rápido de lo que has estado pensando últimamente, a ser posible.

Sin embargo, escuché unos pasos rápidos y unos gritos de asombro. Después, un sonido repugnante, ese sonido viscoso que produce un carnicero cuando clava cuchillos y destripa a un cerdo. Dios, esperaba que no fuera aquello lo que estuviera pasando. Me mantuve con la espalda firmemente pegada al tronco del árbol, tratando de hacer caso omiso a los gritos y aquel sonido horripilante. Tuve ganas de vomitar, pero me contuve. Cuando quise darme cuenta, todo había acabado. Sólo podía escuchar la voz entrecortada de uno de aquellos tipos, que gemía desde el suelo.

-Por favor… -rogó, gorgoteando sangre. Me cubrí las orejas con las manos, incapaz de seguir escuchando.

Algo les había atacado. Algo que con un poco de suerte no se había dado cuenta de que yo estaba allí, oyendo cada truculento detalle de su matanza. Temblando, me asomé ligeramente desde el tronco del árbol, pero una mano enguantada me tapó los ojos.