Inés
Inés no tenía muchas fotografías. Casi todas eran de su familia mortal, demasiado frágiles y antiguas para mirarlas a menudo. Cuando se inventó la cámara fotográfica ella acudió inmediatamente a hacerse un retrato. Como Lasombra, no se reflejaba en los espejos, y aunque al principio lo consideró una bendición, pues su aspecto siempre se le había antojado demoníaco, con el paso de los años incluso llegó a olvidarse de sí misma. Así pues, estaba incluso emocionada por la posibilidad de tener al alcance un método rápido y fácil de verse a sí misma.
Sin embargo, la cosa no salió bien. Pronto se hizo bien
sabido que los Lasombra no podían ser fotografiados, sus rostros desfiguraban
el celuloide y los más antiguos, como ella, incluso quemaban la película con su
exposición. Así pues, Inés no tenía muchas fotografías, y ninguna de sí misma.
Sin embargo, tenía muchos retratos. De muchas épocas y
estilos, siempre viajaba con ellos. Y de todos ellos, su favorito era el que se
hizo en uno de sus viajes a los Países Bajos. Fue un reto interesante. El
autor, que se estaba haciendo famoso entre la burguesía de Delft, pintaba a
sus modelos siempre bajo la luz de una ventana que había en su atelier, siempre
trabajando o en mitad de un movimiento. Inés había visto sus obras y aunque le
parecían demasiado carentes de significado, de inmediato se sintió atraída por
la luz, por los colores vivos y por los rostros tranquilos de sus jóvenes
modelos.
El autor, por su parte, se sintió maravillado al conocerla; de inmediato su mente trabajó sobre la
posibilidad de verla bajo la luz del sol, de la luz que su cabello y su piel
blancos podrían reflejar. Sin embargo, ahí estaba el problema, el sol. Ella no
podía posar durante el día, así que simplemente posó para él durante la noche,
y el artista buscó una modelo, la más rubia y pálida que pudo encontrar entre
las muchachas del barrio, para retratar los colores y las sombras.
El resultado no era tan maravilloso como habría podido ser
de haber sido la misma Inés la que posara para él. Con el rostro vuelto hacia
el artista, pero los ojos descansando en algún punto sobre el suelo, sus manos
reposaban plácidamente sobre el alféizar de la ventana, mientras las cortinas
se inflaban ligeramente. Casi lloró el día que vio el trabajo terminado. Se
imaginó a sí misma, como humana, esperando la llegada de Louis, con el regocijo
del amor humano en lugar de la amargura vampírica de saberse en riesgo.
Después de aquella pintura borró el recuerdo del artista y
de todos los habitantes de la casa. Sentía como si aquello debiera ser sólo
suyo, su visión, su recuerdo. Aquella pintura reposaba en su habitación para su
visión privada, para dejar volar su imaginación e imaginarse a sí misma
escuchando los pasos de Louis por la calle, volar a su encuentro y entregarse
al amor verdadero.