Claudia
Como cada mañana, él se apostó
junto a la ventana que daba al pasillo y con dedos temblorosos por la
excitación, entreabrió los visillos y echó una ojeada rápida. Sabía que todavía
no estaba allí. Lo sabía, porque antes de su aparición siempre había un sonido
que la precedía, que anunciaba su llegada triunfal como tambores en el albor de
una batalla. Sólo de pensarlo sintió que algo se agitaba en su pantalón. Se manoseó
la bragueta, con la palma de la mano sudorosa.
De pronto, lo escuchó. Tac, tac, tac. Quitando las manos de su
abultado miembro, se las restregó por la camiseta, y abandonó su lugar junto a la ventana para
correr hacia la puerta. Se dejó caer sobre la moqueta, ignorando las múltiples
e inexplicables manchas que había en ella, y abrió la rendija metálica por donde
pasaban el escaso correo que recibía. Pronto la vio llegar.
Enfundada en un vestido corto y
negro, la muchacha, la recién llegada, la
puta del edificio, recorrió el pasillo acompañada por aquel sonido
característico. Tac, tac, tac. El
hombre se levantó sobre sus rodillas y trató de cambiar el ángulo de visión.
Por fin los vio, unas sandalias de tiras de cuero negras con un tacón de aguja.
Llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo oscuro. La presión sobre su pantalón
aumentó, mientras él comenzaba a jadear.
Eran nuevos, lo sabía porque un
día había conseguido pasar a su habitación a través de un hueco en el conducto
de ventilación. Por la noche, cuando el moro ese que la visitaba por las
noches, y ella, habían salido. Con el corazón latiéndole a mil por hora, había
encontrado el lugar donde guardaba sus zapatos, y había pasado al menos una hora
oliéndolos y acariciándolos. Incluso se atrevió a robar uno que había al fondo
del armario. Era rosa, también de tacón de aguja. Lo había manoseado tanto que
el color se había apagado.
Vio las piernas de la chica pasar
frente a él, ocultándole momentáneamente la vista de sus pies, y luego escuchó
cómo abría la puerta de su habitación. Sus jadeos pronto se apagaron e, insatisfecho,
corrió hacia la pared que conectaba con la habitación de ella, escuchando como
tañidos lejanos aquellos perfectos tacones envolviendo aquellos perfectos pies.
Al poco, comenzó a escuchar una segunda voz, no la de su amigo moro, sino otra.
Escuchó aquella voz pero no pudo apartarse de la pared, necesitaba escuchar
aquel sonido. Se sacó el miembro y empezó a agitarlo rápidamente, conforme las
voces se elevaban y el movimiento se hacía mayor. De pronto los gritos dieron
paso a los golpes, y después a algo que sonaba como bombillas reventando. Su
pared se agujereó, y antes de que pudiera cubrirse, una bala perdida le
atravesó la cabeza.
A la mañana siguiente, la policía
le encontró en su habitación, tumbado en el suelo con los pantalones por los
tobillos y el pene en la mano. Casi no pudieron cerrar la bolsa para cadáveres.