Anne Marie
Quería morirse. Que la tierra abriera un agujero en el suelo
y hundirse en él. Porque ver a su profesor de física intentando huir de un
buitre leonado furioso rebasaba el nivel de humillación suficiente para toda
una vida.
Aprovechando el caos general, Anne Marie se escabulló entre
los alumnos que se reían y grababan con el móvil, y salió del recinto donde
hacían la exhibición de aves rapaces. Una vez fuera, se sentó junto a la jaula
de los elefantes y respiró hondo. De pronto, algo cayó en su regazo y la chica brincó,
sobresaltada. Era un paquete de manís.
-A lo mejor les apetece –sugirió Andrei, sentándose junto a
ella y señalando a los enormes paquidermos con un gesto de la cabeza.
Anne Marie esbozó una leve sonrisa, cogiendo la bolsa de
papel entre sus pálidas manos.
-Está prohibido alimentar a los animales –replicó ella,
mirando significativamente al cartel que había tras ellos.
-Deberían prohibir alimentar a los monstruos también –masculló
un hombre de unos sesenta años, mirando hacia la turba de estudiantes que
salía, aún riendo, de la exposición de aves. El hombre se volvió hacia Andrei y
Anne Marie con media sonrisa, buscando el apoyo de éstos, pero sólo le
respondieron con miradas ceñudas.
Anne Marie sintió que Andrei se tensaba a su lado, y sin
pensarlo, alargó rápidamente la mano y asió la suya, de forma tranquilizadora. El
anciano hizo un mohín y, negando con la cabeza, se marchó. La joven miró a su
acompañante, que tenía los pabellones de la nariz hinchados, por los que
respiraba agitadamente.
-Menudo tutor estás hecho, que pierdes los nervios en cuanto
un cualquiera se mete con nosotros –dijo ella, sin saber si bromeaba o era en
serio.
Andrei escuchó aquellas palabras como un eco lejano, pero la
presión en la mano le hizo volver a la tierra y, lentamente, se volvió hacia la
joven. Le miraba con aquellos ojos verdes y penetrantes. Descargando la ira en
un suspiro violento, relajó los músculos de su cuerpo. Se obligó a sonreír y,
deshaciendo el abrazo de sus manos, llevó la suya hacia el cabello rubio de la
chica, acariciándole la cabeza.
-Eres una marisabidilla.
Ella se sacudió, poniéndose en pie. La bolsa de papel que
tenía en el regazo cayó al suelo, desparramando su contenido por el pavimento.
Andrei se agachó para recoger los cacahuetes, y la joven le imitó.
-¿A quién se le ocurrió esta estúpida visita al zoo? –Preguntó
Anne Marie.
-A mí –respondió el hombre, observando los maníes en su mano
y desechando un insecto que había cogido por error.
-¿En serio? –La joven dejó caer los pocos que había
recogido, estupefacta.
-¿Qué? Al fin y al cabo yo también soy un animal, ¿no? Quería
estar con los míos –a pesar de que aparentaba despreocupación, había un deje de
amargura en aquella frase.
Anne Marie puso las manos sobre las de Andrei y le obligó a
mirarle a los ojos.
-No eres un animal.
-Todos lo somos.