El despertar

La despertó el sonido de la sangre circulando dolorosamente por su cabeza. Era como el retumbar de un tambor, acompañado por un dolor insoportable en un lado, como si alguien estuviera presionando aquel punto con todas sus fuerzas. Sin embargo, tras terminar de despertarse del todo, se dio cuenta de que aquel dolor se lo causaba ella misma, pues estaba tumbada boca abajo con el lado herido apoyado en el suelo. La muchacha quiso incorporarse, o al menos girar sobre sí misma para liberar la contusión de aquella presión, pero decidió seguir haciéndose la dormida. Reprimiendo un quejido, pues cuanto más tomaba conciencia de su propio cuerpo, más dolor sentía, trató de adivinar, aun con los ojos cerrados, dónde estaba.

Se encontraba tumbada sobre una superficie extrañamente blanda, pero no tanto como un colchón. Más bien como la arena de la playa o un montón de hojas secas. Pequeños trozo de algo se le clavaban en la cara y la piel de los brazos, y le hacían cosquillas en la nariz. En cuanto aspiró profundamente el olor a serrín barato se le clavó en el cerebro tan profundo que la trasladó inmediatamente a los pasillos de su colegio, el día que un niño vomitó al volver del recreo y de la aprensión le siguieron unos cuantos. Los gritos del conserje se podían escuchar aún hoy. Pero ¿dónde coño estaba? ¿En un sitio con serrín? Frunció el ceño. Seguro que no era un parque de atracciones. Cuando pensó que los dardos serían la cosa más surrealista que vería aquel día…

Decidió que el dolor era demasiado insoportable como para no moverse o maldecir a la madre de alguien, así que abrió los ojos lentamente. Al principio le deslumbraron las luces fluorescentes provenientes del techo, pero cuando se le acostumbró la vista, se incorporó, y aquello alivió la presión que sentía sobre la herida de la cabeza, pero el dolor de la cabeza había estado enmascarando otro dolor, un dolor lacerante en el hombro derecho. Una náusea le trepó por el estómago y se alojó en su garganta. La boca la supo a bilis. Claro, recordó, le habían disparado. Revisó su hombro, cuya herida se había reducido a un agujero lacerado tapado a penas con sangre coagulada; Claudia pensó que se la habría estado curando inconscientemente con la sangre de vampiro, pero la herida no había cerrado del todo, y sentía que la bala aún estaba dentro. Y ella no había bebido de Yasshiff en días, no habían tenido tiempo. Esperaba no tener que sacarse la bala ella misma. Que en las películas estaba muy bien, pero en la vida real aquello tenía que doler como dios.

Así pues, hizo un repaso mental de su situación: tenía una contusión craneal, un agujero de bala en el hombro, y nada de sangre para curarse. ¿Cómo lo harían los mortales comunes y corrientes? Ahora, aunque no fuera a morir desangrada, quizá lo hiciera de una infección. O de un coágulo en el cerebro debido al golpe, lo que viniera primero.

La joven apartó los ojos de su herida y tragó saliva con dificultad, echando un vistazo a su alrededor. Lo primero que vio fue el suelo cubierto de, como había supuesto, serrín. Enormes cantidades de serrín se extendían a su alrededor unos cuatro metros. Después, estaban las rejas, entrelazadas entre sí, como las de las jaulas de los zoológicos. Tenían la anchura suficiente para pasar un brazo o una pierna, pero nunca la cabeza y, de ningún modo, el torso. Se extendían en un cuadrado a su alrededor hasta terminar en un techo enrejado, como a un metro y medio de ella. La joven continuó mirando. A un lado había una especie de tanque de agua transparente hecho con un material parecido al metacrilato, colgado de la reja de la jaula y acabado en una especie de boquilla. El corazón de Claudia empezó a tamborilearle en las costillas con tanta fuerza que casi la dejó sin aliento.

Con la mano izquierda comenzó a rascar en el serrín del suelo. Dios mío, que no sea verdad. Consiguió introducir la mano con relativa facilidad en el agujero que pudo escarbar y después siguió abriéndose paso hasta que lo encontró. El suelo de verdad. Amplió el agujero para poder verlo. Era plástico. Era un suelo de plástico rojo. Claudia se llevó una mano a la cabeza. Tenía el cabello pegajoso y pegado al cráneo, y sangre seca en la frente. Le habían dado un buen golpe, prueba de ello era un enorme chichón que había estado sangrando hasta hacía un momento.

La joven se levantó, ignorando el repentino mareo que sintió en el proceso y corrió hacia uno de los extremos de la jaula. Fuera sólo se veía una habitación normal y corriente. El suelo era de cemento, como las paredes, y las luces fluorescentes parpadeaban de vez en cuando. Al fondo había una mesa y una silla de madera de lo más normales, y una puerta junto a éstas.


Claudia se dejó caer al suelo de serrín. ¿Qué coño…?  ¿Sería a causa de la contusión? ¿Estaba loca o la habían encerrado… en una puta jaula de hámster?