Encerrada en su jaula, Claudia procuraba no desviar la vista
hacia el tanque de agua. No quería beber de ahí. No quería ser como esos
animalitos peludos y patéticos que se cogían a la boquilla con sus manitas de uñas afiladas y lamían a toda velocidad lo que sus amos habían tenido a bien
darles. No quería. Tenía la boca seca, a causa también del olor a serrín, pero
no quería.
Si al menos no le hubiesen quitado su reloj de muñeca podría
entretenerse haciendo una aproximación de lo que tardaría en llegar Yasshiff
dando una patada a la puerta y disparando a lo que se le pusiera por delante. Pero
era imposible; no había ventanas por donde mirar si era de noche o de día, y el
reloj había desaparecido, dejando una antiestética marca de sol en su muñeca.
¿Sería parte de la tortura? De cuando en cuando podía escuchar pasos al otro
lado de la puerta, e incluso algunas voces hablando, pero no podía distinguir nada, ni siquiera el idioma en el que lo hacían. Cuando aquello ocurría,
Claudia se ponía en guardia, dispuesta a enfrentarse a cualquiera que entrara
por allí. Pero al cabo de unos instantes esos pasos se alejaban y ella sólo
podía descargar su frustración pateando el serrín del suelo hasta echarlo fuera
de su jaula.
Claudia sacudió la cabeza, se estaba volviendo loca. No
podía hacer otra cosa más que esperar. Sí, esperar, pero ¿a qué?
Desesperada, llegó a la conclusión de que en algún momento
alguien vendría a darle comida. Claro, ya llevaba allí muchas horas, y aún no
le habían traído nada de comer. Sería de noche, estaba claro. Podría guiarse en
el tiempo gracias a la comida que debían traerle en unas horas. No se habrían
tomado tantas molestias a la hora de capturarla, para luego dejarla morir de
hambre.
¿O sí? Al fin y al cabo, nadie había venido a revisar su
herida, y podía morir debido a una infección. De hecho, cada vez se encontraba
peor. Derrotada, decidió tumbarse sobre el suelo, tratando de ignorar el olor
penetrante, y cerró los ojos. Se quedó dormida casi al instante.
Cuando despertó, lo hizo empapada en sudor. No había
descansado nada, y pronto se dio cuenta de que era el dolor del brazo lo que la
había despertado. Se incorporó, profiriendo un quejido, y con una sensación
desagradable en el estómago.
-¿Hola? –Exclamó, avanzando hacia las rejas más cercanas a
la puerta- ¿Hola? Ya sé que estoy prisionera o algo así, pero ¿hay algún médico
por aquí? –La joven se palpó el hombro- ¡Se me ha quedado la bala dentro!
¡Duele!
Como esperaba, nada ocurrió. Ella gruñó, irritada. Era el
peor cautiverio al que la habían sometido. Decidió dirigirse directamente a su
captor.
-¿Es que eres acaso uno de esos pervertidos? ¿Me has
secuestrado para tenerme aquí, muriéndome, mientras me miras con una cámara o
algo así?
Claudia entró en un estado de desesperación. Enloquecida de
dolor y enfadada porque su puto captor la ignoraba mientras ella rabiaba por el
dolor de su brazo, decidió sacar fuera todo el puto serrín y buscar el lugar
por donde la habían metido en la jaula. Todas las jaulas tienen puerta ¿no?
Pues aquella no iba a ser menos. Comenzó por una esquina, sacando el serrín como un marinero achicando agua de una embarcación agujereada. No
supo cuánto tiempo estuvo haciendo aquello, pero cuando había vaciado un cuarto de
la jaula tuvo que detenerse. La visión se le nubló; comenzó a ver manchitas de
colores y luces cuando parpadeaba. Aquella náusea que había sentido al despertar volvió y más fuerte que
nunca. Jadeando, la joven se dejó caer contra la pared de la jaula. Se tocó la frente y
la encontró ardiendo. Mierda, pues va a ser verdad que me voy a morir.
Hizo un
corte de mangas hacia ninguna dirección en particular y cerró los ojos.