Claudia&Yasshiff
Muy poca gente sabe que los
vampiros sueñan. Muy escasamente. Desde luego un vampiro podía vivir toda su
vida desde que le convertían en un no-muerto hasta que llegaba su muerte
verdadera, sin soñar.
Yasshiff había estado soñando de
forma irregular desde que cruzaron la frontera de Nuevo México. Normalmente él
conducía de noche, con una Claudia agotada durmiendo en el asiento trasero del
Ford que habían robado en Sudamérica; y durante el día, era su ghoul quien
conducía ininterrumpidamente, bajo el sol abrasador del desierto.
Y no sabía si era por el sonido
del coche durante su sueño, o por el calor del sol que se filtraba a través del
maletero y conseguía acalorarle, pero durante su letargo soñaba con la carretera.
Él conducía a plena luz del día, con unas gafas de sol oscuras que tapaban el
sol que caía directamente desde la capota abierta.
Todo brillaba por la luz del
medio día, arrancando reflejos anaranjados a los cristales del coche. Claudia estaba
recostada sobre el asiento del copiloto, con la mitad de la cara oculta por
unas gafas de sol rojas en forma de corazón. Vestida con pantalón corto, sus
largas piernas desnudas se bronceaban, apoyadas a lo largo sobre la ventanilla
abierta. Su cabello corto se sacudía en mechones, alborotado por el viento, y
ella se volvía hacia él y le sonreía, con la sonrisa satisfecha y libre de
quien no necesita más que la carretera para seguir. Hasta el fin del mundo.
Yasshiff la miraba de reojo, sin
el filtro oscuro de sus gafas, y le devolvía la sonrisa. Una sonrisa de medio
lado que deformaba la perilla oscura que le decoraba la barbilla. Deseaba
alargar una mano y acariciar una de aquellas piernas interminables y pálidas
que acababan en unos pies pequeños y alargados de uñas pintadas de un rojo
brillante.
Y bajo la luz abrasadora del
desierto, el coche levantaba el polvo de la carretera y en la radio sonaba
alguna típica canción americana, sureña, con un banjo y una voz estrangulada.
Claudia se reía, y él la observaba de reojo, con el anhelo voraz de un niño
frente al escaparate de una pastelería. Y ella le devolvía la mirada, una
mirada cómplice que parecía dar a entender que en el mundo no existía nadie más
que ellos dos.
Entonces, Yasshiff despertaba en
el aparcamiento de algún bar de carretera, recién entrada la noche, mientras
Claudia abría el maletero cubierta de polvo y con el rostro encendido debido a
las quemaduras del sol. Con los labios cortados esbozaba su nombre, y él se
limitaba a asentir y a salir del maletero para coger el testigo del volante. Y
antes de que ella se quedara dormida sobre los asientos traseros, el vampiro le
tendía una manta para que se cobijara, para que ocultara aquellas piernas,
largas y delgadas, bronceadas a medias, el objeto de su deseo y también el
objeto de sus frustraciones.